Los seguidores de la selección peruana aliente sin parar. (Foto: Juan Aurelio Arévalo)
Los seguidores de la selección peruana aliente sin parar. (Foto: Juan Aurelio Arévalo)

Lo más importante del fútbol son los recuerdos que le vamos a contar a nuestros nietos. Algún día sabrán de abuelos que se bambolearon 10 horas cantando  campeón en trenes que partieron de Moscú hacia una ciudad llamada Saransk que ni los rusos saben ubicar en el mapa. Que un ejército de camisetas blanquirrojas se afincó entre edificios que parecen Legos ante la mirada de vecinos que tienen el carisma de cajeros automáticos: reservados, introvertidos. Hongos con dos piernas.

Más de 20 mil compatriotas han tomado una ciudad de apenas 320 mil habitantes. Están desde los que renunciaron a su chamba y vendieron el auto hasta un tipo que salió de Okinawa sin entrada ni hospedaje y pasó la noche de 8 grados metido en un juego para niños que está en un parque a 300 metros del estadio. También se ven rostros conocidos como el de Adrián Zela, el central que entró en los últimos minutos contra Nueva Zelanda y que llegó en un avión como un hincha más para alentar a la selección.

Luego de lo visto aquí y en Moscú, no es exagerado afirmar que los peruanos están en el podio de los más numerosos y bulliciosos junto a los argentinos. Pero los nuestros no cantan con tono burlón preguntando qué se siente tener en casa a papá. Silban y tararean cómo no te voy a querer todo el bendito día, manifestación patriótica que termina con el siempre gratificante: “¡Viva el Perú, carajo!”

Que lo digan los que han pasado por la calle Nikolskaya de la capital rusa. Al inicio de esta vía decorada con hileras de focos de estilo navideño, se suelen ubicar los egipcios con gorritos de faraones gritando sabe Dios qué canciones dedicadas a Salah, luego aparecen los marroquíes que repiten el lema nacional: Alá, Al Watan, Al Malik (Dios, patria y el rey), de ahí vienen los argentinos, grupitos de uruguayos y mexicanos, pero los peruanos son los únicos que se cuentan por decenas, con bombos y banderas gigantes colgadas en las paredes. La misma escena se repite en Saransk.

La euforia contagia, anima, pero no es lo más importante. Lo mejor hasta el momento es ver a hinchas que se identifican por una camiseta y se saludan con afecto sin saber sus nombres. Saben que son peruanos y eso basta. Padres que fueron adolescentes en el 82 con hijos que sufrieron los noventa ahora andan arropados por una sensación de que todo va a salir bien. De que todo ha valido la pena. Nadie, ni siquiera un mastodonte danés, nos podrá quitar esta alegría compartida.

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