“Me sentía culpable de haber sobrevivido. Por las noches, cuando estaba sola, me preguntaba por qué yo. Por qué mi destino fue sobrevivir y el de tantos otros no. ¿Acaso tomé el lugar de alguien?”, confiesa Irene Shashar desde el interior de su departamento en San Isidro, a más de 11 mil kilómetros de su natal Polonia y del gueto en el que fue internada a los 20 meses de nacida.
Hace 15 años, las Naciones Unidas establecieron el 27 de enero como el Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto, el genocidio nazi que se cobró la vida de 17 millones de personas, de las cuales 6 millones eran judías. La fecha fue elegida en honor a la liberación del campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau.
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La crueldad vivida en una de las épocas más oscuras de la humanidad, sin embargo, no se limitó a los muros de los campos de concentración. Los guetos, zonas delimitadas en las ciudades donde eran hacinados los judíos, constituían su propia pesadilla. Y el peor de todos estuvo en Varsovia.
En representación de todas las víctimas de la barbarie vivida durante la Segunda Guerra Mundial, Irene brindará este lunes un discurso ante la ONU.
Vida entre muros
Elena y David, el matrimonio Lewkowicz, pertenecían a la clase media de Varsovia a inicios de los años 30. Ella tenía una pastelería, mientras que él poseía un bosque con el que proveía de madera a las construcciones de la ciudad.
En diciembre de 1937 nació la única hija del matrimonio: Irene, nuestra protagonista. “De mi papá tengo pocos recuerdos, pero tengo su imagen vestido con una camisa blanca y unos pantalones prendidos con tirantes. Recuerdo que lo quería mucho, era gordito, y cuando me abrazaba me envolvía con todo su cariño”.
En setiembre de 1939, los escasos recuerdos felices de Irene cesaron. Las tropas de la Alemania nazi, liderada por Adolfo Hitler, ingresaron a Polonia y en poco más de un mes tenían el control del país. Como parte de las medidas antisemitas, Irene fue trasladada con sus padres al gueto de Varsovia.
“Miedo constante, hambre constante, frío constante”. Son los pocos recuerdos que tiene esta sobreviviente sobre el tiempo que le tocó pasar en esa urbe carcelaria.
La corta edad y lo traumático de la experiencia impiden que los recuerdos de Irene tengan una secuencia clara. Son más bien, y según sus propias palabras, pequeños fragmentos que se van presentando ante ella.
“Recuerdo que estábamos buscando algo para comer. De repente me agacho y recojo una papa sucia, se la doy a mi mamá, que la parte en dos, la limpia en su falda y me la da. Estaba cruda, pero me la comí con un deleite fenomenal, segura de que la otra mitad la comería ella”, dice mientras cierra los ojos como esperando revivir el momento. “Pero me la dio. No la probó. Solo la limpió para que yo me la comiera. No encuentro otra definición a eso que no sea amor de madre”.
En las calles del gueto era casi imposible conseguir algún alimento en buen estado. Sin embargo, era muy fácil toparse con algún cadáver o alguien a un paso de serlo. “Otro día levanté un periódico y debajo yacía el cadáver de un niño, la piel estaba pegada a los huesos. Los alemanes recogían los cuerpos por las noches, así que por el día los cubrían”.
Ninguno de esos episodios, sin embargo, se comparan al día en el que regresaron a su departamento y encontraron a una multitud afuera. Elena tomó de la mano a su hija y se echó a correr, entró rauda a la cocina y encontró a su marido tendido en el piso. Había sido asesinado por oficiales del nazismo. “Ella dio un grito que se debió oír al otro lado del universo. Recuerdo el piso blanco de la cocina. Mi papá estaba echado en el piso, un charco de sangre, sus tirantes y su camisa blanca”.
Hora de escapar
Habían pasado dos años desde el inicio de la segregación y era momento de escapar. El gueto de Varsovia es famoso por la resistencia que se formó en él. Aparentemente, Elena entró en contacto con parte de esta resistencia, pues a los pocos días de la muerte de su esposo salió con Irene, vio una cloaca y lanzó a su hija en ella.
“Yo me puse a llorar, pensé que me iba a dejar, pero luego se tiró ella también. Aún recuerdo la pestilencia del lugar, ratas corriendo, agua debajo de nosotras. Y avanzábamos, gateando, yo llevaba a mi ‘lalka’ [muñeca en polaco]”, narra.
Madre e hija salieron del gueto a la ciudad, un área prohibida para los judíos. Se dirigieron a una casa donde ya las esperaban, e Irene encontró el primero de innumerables escondites que usaría en los siguientes tres años: un armario.
Cuando uno entra a la cocina del departamento de Irene se sorprende al ver que las alacenas tienen todas las puertas abiertas. “Nunca las cierro. Me oculté ahí por años; mi mamá trabajaba en diferentes casas y yo debía quedarme calladita. Recuerdo la oscuridad, pero también que cada vez que volvía me decía cuánto me quería y que si me portaba bien todo acabaría”.
Elena parecía tener un sentido extra, uno que le permitió huir de las casas donde trabajaba antes de ser descubierta. Hasta que la guerra terminó. “No recuerdo cuándo acabó la guerra. Solo que mi mami me dijo que había sido una niña buena y que todo había acabado”.
A finales de 1945, Elena e Irene llegaron a París, la niña tenía 8 años y su madre 42. Por recomendación de amigos cercanos, Irene fue enviada al orfanato de Andresy, a menos de una hora de la capital francesa. Durante un año, todos los domingos, Elena fue a visitarla, hasta que un infarto acabó con su vida en el pequeño cuarto que rentaba. A los pocos meses, Isaac Topilsky tocó la puerta del ‘chateau’ donde funcionaba el orfelinato.
Los Topilsky eran familiares de su madre y algunos de ellos escaparon de Polonia a Lima gracias a un amigo. Poco después de la muerte de Elena, Irene e Isaac subieron a un avión que los trajo hasta el antiguo aeropuerto de Limatambo.
Irene fue adoptada por Michel, hijo de Isaac, y su esposa Felicia. Fue parte de la primera promoción del colegio León Pinelo, estudió Lingüística y Judaísmo becada en EE.UU. y enseñó durante 40 años en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Se casó y cambió su apellido por el de su esposo, Shashar, con quien tuvo dos hijos: Ilana y David, a quienes no pudo confesarles que era una sobreviviente hasta 1997. Ahora vive entre Israel, el Perú y Estados Unidos junto con Daniel Schydlowsky, su segundo esposo. “Por eso mi lema es que yo vencí a Hitler. Él está enterrado y desintegrado, mientras yo tengo dos hijos y siete nietos”, dice sonriendo.