Entre los cuerpos tirados por el suelo, cual muñecos descompuestos, y aquellos que deambulan tambaleantes en medio de la basura, con la mirada perdida y envueltos en los más estrafalarios harapos, esta calle del centro de Bogotá bien podría ser el set de una película post-apocalíptica.
Pero los habitantes de la zona –popularmente conocida como el Bronx– no son los sobrevivientes de un desastre nuclear, de un repentino ataque de zombies, ni de un virus mutante.
Esta es la olla de basuco más emblemática de la capital colombiana.
Y los consumidores habituales de este sobrante de la producción de la cocaína que se han adueñado de este territorio, no son sino víctimas olvidadas –en cierta forma, daños colaterales– de una guerra que ya lleva más de 40 años.
Efectivamente, uno de las paradójicas consecuencias de los éxitos de Colombia en la guerra contra las drogas ha sido el aumento del consumo de sustancias psicoactivas dentro de su propio territorio.
Ahora, para intentar enfrentar los problemas vinculados al consumo de esta especie de crack de la peor calidad, la alcaldía de Bogotá quiere poner a un antiguo enemigo de su lado: el cannabis.
Estamos en el proceso de buscar alternativas para una política que, durante 30 años, a Colombia le ha causado muertos, le ha causado problemas, le ha causado dificultades económicas, en la salud pública y problemas sociales, le dice a BBC Mundo Rubén Ramírez, director del Centro de Estudio y Análisis en Convivencia y Seguridad Ciudadana (CEACSC), adscrito a la alcaldía bogotana.
Y entre las ideas está la de hacer un estudio piloto de sustitución del consumo de basuco por marihuana.
DAÑO PERSONAL La iniciativa, que según Ramírez podría estar implementándose dentro de unos dos meses, en cierta forma refleja el cambio de actitud hacia el cannabis, que a nivel internacional ya se emplea en varios países en el tratamiento de condiciones vinculadas al menos una decena de enfermedades.
En este caso, se trataría de ver si la marihuana puede ayudar a manejar el síndrome de abstinencia de adictos al basuco interesados en dejar la droga, así como la ansiedad y los cambios de estado de ánimo propios de su falta o consumo elevado.
Según Ramírez, de tener éxito la experiencia luego se escalaría como parte de una estrategia orientada a la reducción tanto del riesgo social como del daño personal de los adictos al basuco, que en la capital del país ya tiene al menos 7.000 consumidores problemáticos.
Las dramáticas consecuencias del uso prolongado del basuco son más que visibles en los rostros desdentados de la gente que vive, literalmente, entre las basuras de esta calle, en sus balbuceos sin sentido –a veces agresivos, a veces divertidos– y su piel, marcada por las cicatrices y las enfermedades.
En la parte médica, lo que más encontramos son problemas dermatológicos, intestinales y respiratorios, dice Javier Cortés, coordinador del Centro de Atención Médica a Drogodependientes (CAMAD) que opera en la zona del Bronx desde septiembre de 2012.
Y como para recordar que la violencia también es parte de este drama –de los 277 homicidios de indigentes registrados en Bogotá en los últimos tres años, el 90% estuvo relacionado tanto con el consumo como con la venta de estupefacientes–, mientras conversamos son al menos dos las personas que llegan buscando les retiren los puntos de sutura: el recuerdo de un par de puñaladas.
RIESGO SOCIAL En los CAMAD, que son otra de las iniciativas con las que la alcaldía de Bogotá está intentando reducir el riesgo y daño asociado al consumo habitual de sustancias psicoactivas, también trabajan psicólogos y trabajadores sociales.
Pero, al contrario de lo que muchos parecen pensar, estos centros móviles no distribuyen drogas de forma controlada entre los adictos, aunque la creación de centros controlados de consumo es otra de las ideas en las que está trabajando la alcaldía bogotana.
Nosotros no podríamos competir con la olla. Nos sacarían a tiros, explica Javier Cortés, mientras caminamos por calles conflictivas.
Efectivamente, a pesar de los recientes esfuerzos de la policía, y del plan de recuperación del espacio público que ha visto hacer presencia en la zona a numerosas instituciones municipales, aquí el consumo y el comercio de todo tipo de sustancias prohibidas todavía van de la mano.
Y los silbatos que anuncian mi entrada, la de un desconocido, a las zonas de influencia de los grupos criminales que controlan el microtráfico están ahí para recordármelo.
La venta de drogas no es, además, la única actividad delictiva conectada con estas calles.
A menos de un dólar por bicha (dosis), el basuco podrá ser la droga más barata de Colombia, pero es tan adictiva que un típico usuario problemático necesita de 15 a 20 dosis diarias.
Por ello, para mantener su adicción más de la mitad de los consumidores habituales recurren al robo o hurto callejero.
Y, aquí, los mismos grupos que venden la droga también se encargan de la comercialización de los objetos robados.
De hecho, detrás de la sordidez y miseria de estas calles se esconde un negocio criminal multimillonario, hasta el punto que el jefe de la Policía de Bogotá, general Luis Eduardo Martínez, le dijo a BBC Mundo que una de las tres mafias recientemente desarticuladas por las autoridades en el Bronx –el gancho del Mosco– movía recursos por el orden de los 7.000 millones de pesos (unos US$3,8 millones).
Lo que no debería sorprender si se sabe que, según estimaciones de Acción Técnica Social –una ONG bogotana que trabaja los temas de innovación social, nuevos enfoques y cambio de paradigmas en el manejo de sustancias psicoactivas– un típico adicto al basuco gasta entre US$380 a US$550 al mes para mantenerse enganchado.
BUSCANDO ALTERNATIVAS Es por todo esto que cada vez más voces insisten en la necesidad de impulsar enfoques diferenciados para lidiar con los adictos, quienes a pesar de ser aproximadamente el 10% de los consumidores de drogas constituyen más del 70% del mercado.
Y es por eso que la instalación de centros controlados de consumo también está en la agenda de la alcaldía bogotana.
De lo que se trata es de empezar un proceso de lo que nosotros llamamos transiciones regresivas, explica Julián Quintero, de Acción Técnica Social, refiriéndose a la experiencia de Portugal, un país pionero en ese tipo de espacios.
Lo primero que se hace es empezar a reducir las dosis. Después empiezas a cambiar las formas de administración: si estabas inyectándote heroína pasas a fumar heroína, después de fumar heroína pasas a combinarla con cannabis, después te vas quedando con el cannabis. Lo que se busca es que la persona llegue a un punto en que pueda estabilizar su consumo y que ese consumo no le impida ser funcional.
En el caso bogotano, un primer centro de consumo regulado, donde se les suministrará metadona a adictos a la heroína, debería instalarse en los próximos meses con el apoyo del Ministerio de Salud.
Y si el piloto con el cannabis se aprueba y tiene éxito, eventualmente más adictos al basuco podrían intentar la transición a la marihuana en ambientes seguros y controlados.
Entre los dos escenarios apocalípticos que teníamos, el de la legalización total Entréguenle al libre mercado la distribución venta y administración de las drogas, que es un escenario que nosotros no deseamos y el otro escenario de prohibicionismo radical, que no ha funcionado, lo que se abre es espacio grande para lo que se llama regulación, explica Quintero.
Y, por lo menos a nivel local, el Estado colombiano ya parece estarse moviendo para ocuparlo.