El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, visitó esta semana la base estadounidense de Ain al Asad, en Iraq. (Foto: AFP)
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, visitó esta semana la base estadounidense de Ain al Asad, en Iraq. (Foto: AFP)
Farid Kahhat

Durante la campaña del 2016 expertos en temas de seguridad que sirvieron bajo gobiernos republicanos emitieron dos pronunciamientos contra la candidatura de .

El punto fundamental de su crítica no era que fuese un candidato sin experiencia en la materia, pues, como admitían, lo mismo podía decirse de Ronald Reagan y George W. Bush. El punto era que, a diferencia de ellos, Trump no buscaba la opinión de los expertos ni mostraba interés en educarse. Quienes compartían esas críticas respiraron aliviados al conocerse algunos de sus colaboradores, y en particular la designación de Jim Mattis como secretario de Defensa. Pero un par de años después, en su carta de renuncia, Mattis se queja de que sus 40 años de experiencia en el sector Defensa fueron ignorados por Trump.

Aunque esas críticas tienen asidero, también la tiene la respuesta de Trump: los acusaba de ser una élite que busca preservar su influencia política a costa de generar constantes reveses para la política estadounidense en Medio Oriente. Porque entonces, tal como ahora, la política estadounidense hacia esa región del mundo era el centro del debate. Y es difícil pensar en un área de Oriente Medio o el Asia Central en la que la política estadounidense no haya contribuido a empeorar las cosas.

Desde la ocupación de Afganistán, que ha convertido a la guerra en ese país en la más prolongada que jamás haya librado Estados Unidos, hasta la intervención en Libia, que contribuyó a generar la crisis de refugiados en Europa, pasando por la ilegal invasión de Iraq en el 2003 para desmantelar arsenales que no existían (y que propició el surgimiento del Estado Islámico, EI) o la infausta guerra en Yemen (que ha producido la mayor crisis humanitaria en lo que va del nuevo siglo).

Es decir, cuando se trata de Oriente Medio y el Asia Central, virtualmente nada de lo que precedió a Trump parece digno de encomio. Por ello, en temas como el del retiro de tropas estadounidenses de Siria, pensar fuera de los cánones habituales tal vez no sea una mala idea. De un lado ese retiro no implica que Estados Unidos deje de emplear otros medios de acción militar (como los ataques aéreos). De otro, poco más de 2 mil soldados no bastaban para cambiar el curso de la guerra civil en Siria (en la cual Al Asad y sus aliados emergen victoriosos).

En cuanto a la guerra contra el EI, aunque sea prematuro para proclamar victoria, la tendencia es clara: esa organización ya no controla ningún área urbana en Iraq o Siria y el 2017 fue el tercer año consecutivo en que disminuyeron las muertes por terrorismo a nivel mundial, y los mayores descensos ocurrieron en Siria e Iraq. Aunque no es improbable que la tendencia se revierta, si algo revelan los estudios sobre la materia es que la presencia de tropas extranjeras eleva el número de ataques suicidas (es decir, la presencia de soldados estadounidenses es parte del problema).

La única función vital que cumplían esas tropas en la cual no podrán ser reemplazadas era la de evitar una escalada bélica entre las fuerzas turcas y las guerrillas kurdas aliadas de Estados Unidos. De no alcanzarse un acuerdo en ese tema, ese es un frente en el cual el retiro estadounidense podría implicar nuevos enfrentamientos.

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