Los mineros ilegales han vuelto a tomar las calles en Madre de Dios y en algunas otras zonas claves para su “industria” (como Juliaca o partes de La Libertad) en protesta por la última ofensiva con la que el Gobierno ha (re)comenzado a destruir sus dragas e incautar sus insumos.

Para un observador no familiarizado con las excentricidades de la vida política nacional, estas marchas deben de resultar incomprensibles. Después de todo, puede resultar esperable en cualquier lugar del mundo ver a la delincuencia contraatacando con violencia los esfuerzos policiales por combatir sus actividades. Pero verla salir a plena luz del día a “reclamar” pública y organizadamente, en federaciones y con voceros, por su derecho a seguir delinquiendo, es algo a lo que no se le puede negar la singularidad. Como tampoco se le puede negar, por cierto, a los argumentos con que sus líderes defienden sus reclamos. “¿A qué se van a dedicar [los mineros ilegales] si no es a la minería?” ha preguntado, por ejemplo, el alcalde de Madre de Dios con una lógica de defensa que evoca la del escorpión que, en la fábula, justificaba el clavar su aguijón porque esa era “su naturaleza”.

Lo de “delincuencia” no debe tomarse como una exageración. Solo en Madre de Dios, la región-emblema de esta industria, la minería ilegal ha destruido 30 mil hectáreas de bosques, gran parte de las cuales pertenece a zonas naturales protegidas. No en vano se calcula que solo en el 2011 este “sector” de nuestra economía exporta US$ 1.800 millones al año. Las imágenes que este diario viene publicando desde hace ya varios años de las zonas inundadas por el mercurio, el arsénico y el plomo son dantescas. Y a ellas hay que agregarles lo que suponen todos los delitos complementarios que suelen hacer simbiosis con el de la minería ilegal y que van desde la defraudación tributaria hasta la trata de personas y la esclavitud.

¿Qué tenemos en el Perú, entonces, que hace posible este fenómeno tan sui géneris de la reivindicación pública del derecho al delito? ¿Qué es lo que hace creer a estas personas que tiene sentido que salgan a las calles a reclamar el no ser estorbadas por el Estado en sus actividades ilícitas?

La respuesta a esta pregunta es bastante menos intrincada de lo que podría esperarse. Si los mineros ilegales creen que vale la pena salir a reclamar su derecho a seguir depredando es porque ya antes –varias veces– el Estado, encarnado por este mismo Gobierno, les ha reconocido implícitamente este derecho. En otras palabras, empujan, porque, al menos hasta la fecha, les han demostrado que es rentable hacerlo.

En efecto, eso que les está diciendo ahora el Gobierno a los mineros ilegales –“no vamos a retroceder”– se lo ha dicho ya antes. Y en todos los casos su conducta posterior acabó mostrando que lo que en verdad quería decir era “no vamos a retroceder hasta que no nos peguen los suficientemente fuerte”. En esta línea, los ejemplos de las operaciones suspendidas en las mesas de diálogo que, con aparente inevitabilidad, siguieron a las protestas violentas, y los de los decretos terminantes que acabaron posponiéndose al poco tiempo de que el Gobierno jurase en sendos avisos periodísticos que ahora sí iba en serio, fueron los más elocuentes. Aunque acaso nunca tanto como la forma misma en que nuestro Gobierno clasificó lo que era una actividad delincuencial en diferentes subcategorías que mostraron desde el comienzo una voluntad de transigir y que solo han servido en la práctica para regalar la perfecta y siempre entendible excusa del “en-vías-de-adecentamiento” a los depredadores, además de para sembrar confusión alrededor de todo el problema.

Desde luego, nunca es tarde para cambiar y esta podría ser la ocasión en que nuestro Gobierno finalmente se pare al lado de la ley y, en lugar de volverla a negociar, la imponga. Ciertamente, ante las pocas simpatías que despierta la causa de las mafias que depredan nuestros bosques, la ocasión se presta como pocas para mostrar que en el Perú todavía puede instaurarse el hoy tan debilitado principio de autoridad. El principio, esto es, cuya revitalización haría que la próxima vez que el Gobierno diga “no retrocederé”, alguien más lo haga.