(Foto: Reuters)
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Farid Kahhat

En el 2017, “The Washington Post” hizo público un documento del Departamento de Estado según el cual la promoción de la democracia dejaría de ser un objetivo de la política exterior estadounidense. La controversia que suscitó explica que no fuera aprobado formalmente, pero se preservó su tenor en diversas declaraciones oficiales. Durante su discurso ante la ONU en el 2018, dijo “honrar el derecho de cada nación a seguir sus costumbres, creencias y tradiciones. Estados Unidos no les dirá cómo vivir, trabajar u orar”.

El entonces secretario de Estado, Rex Tillerson, decía que promover los valores estadounidenses en ocasiones “crea obstáculos a nuestra capacidad para conseguir nuestros intereses económicos y de seguridad”. Luego, Tillerson fue reemplazado por alguien menos sutil como Mike Pompeo quien, al igual que Trump, reivindicó las técnicas de tortura empleadas por la CIA en centros de detención clandestinos.

Cuando menos, cabría conceder que la administración Trump jamás intentó engañar a nadie sobre sus prioridades. El propio presidente las hizo explícitas cuando declaró que, puestos en la balanza, las adquisiciones militares saudíes, de un lado, y el descuartizamiento y disolución en ácido del periodista Jamal Khashoggi, del otro, aquellas tenían mayor peso para su gobierno (los crímenes de su aliado en Yemen ni siquiera merecieron un pie de página). Por razones como esa, el Grupo de Lima decidió no incorporar a la administración Trump cuando se abocó a lidiar con la dictadura de Nicolás Maduro.

Además de la escasa credibilidad de sus proclamas en favor de la democracia en Venezuela, existen otras razones por las que el Gobierno de Estados Unidos no integró el Grupo de Lima. Una de ellas son las sanciones contra Venezuela que aprobó en el 2017. A diferencia de las sanciones de la administración Obama, estas no se restringían a funcionarios del régimen y sus aliados o testaferros, sino que afectaban al conjunto de la economía.

Como se concluye al revisar bases de datos como aquella denominada “Amenaza e imposición de sanciones económicas” (conocida como TIES, por sus siglas en inglés), estas suelen afectar a la población civil sin conseguir su objetivo político (es decir, un cambio de régimen). Otra razón para no incorporar al Gobierno de Estados Unidos es que este no descarta el empleo de la fuerza en Venezuela, posibilidad que en su momento el Grupo de Lima rechazó de manera explícita.

En mi opinión, el problema es que, dados los cambios políticos en la región, el Grupo de Lima cuenta con cada vez más gobiernos que adoptan posiciones similares a las de la administración Trump, alejándose de sus posiciones iniciales. En este punto alguien podría argumentar que la identidad de los aliados circunstanciales importa menos que el objetivo de restaurar la democracia en Venezuela. El problema es que la estrategia de confrontación sin cuartel que respaldan esos aliados ha llevado una y otra vez a sectores de la oposición venezolana al fracaso.

Desde el golpe de Estado del 2002 hasta las movilizaciones que sucedieron a la declaratoria de “abandono del cargo” por parte de Maduro en el 2017, pasando por la campaña conocida como La Salida en el 2014. Por eso Pompeo encarga lidiar con la crisis venezolana a alguien como Elliot Abrams, condenado en su momento por ocultar información sobre el financiamiento ilegal de la contra nicaragüense.

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