75 años después de firmado el Pacto de Múnich con Adolf Hitler, el nombre de Neville Chamberlain, premier británico en el momento, es todavía sinónimo de debilidad y apaciguamiento. ¿Es justo?
Durante su discurso de 21 horas denunciando la ley de salud del presidente de Estados Unidos, Barack Obama, la semana pasada, Ted Cruz, el senador republicano por Texas, afirmó que Neville Chamberlain le dijo una vez al pueblo británico: Acepten a los nazis. Es cierto que dominarán al continente europeo, pero no es nuestro problema.
La verdad es que el discurso de Cruz se destaca más por su longitud que por su precisión histórica, pero esta referencia despectiva refleja la persistencia de una creencia popular asiduamente propagada por los detractores de Chamberlain después de su caída en mayo de 1940.
Como supuestamente dijo quien lo sucedió en su cargo, Winston Churchill, ¡pobre Neville!, saldrá mal parado en la historia. Lo sé, pues seré yo quien la escriba.
En su influyente libro Se cierne la tormenta, publicado en 1948, Churchill caracterizó a Chamberlain como un hombre recto, competente, bien intencionado, fatalmente perjudicado por una ilusoria confianza en sí mismo, que agravaba una ya debilitante falta de visión y experiencia diplomática.
Durante muchos años, esta seductora versión de los hechos se mantuvo indiscutida e indiscutible.
Como el comentario de Cruz ilustra, esa caricatura dibujada por Churchill de la década de los 30 pintada en convincentes tonos monocromáticos de blanco y negro, bien contra el mal, coraje al enfrentar a Hitler versus el apaciguamiento cobarde sigue resonando hasta el día de hoy.
EL PACTO DESAFORTUNADO El Pacto de Múnich, que más tarde llegó a simbolizar los males del apaciguamiento, se firmó en las primeras horas del 30 de setiembre de 1938.
En la ciudad alemana, Reino Unido y Francia aceptaron el desmembramiento de Checoslovaquia y la transferencia de la región de los Sudetes a Alemania ante a las amenazas cada vez más belicosas de Adolf Hitler de una acción militar.
Las esperanzas de Chamberlain de que este humillante sacrificio satisfaría la demanda territorial de Hitler y evitaría otra catastrófica guerra se desvanecieron en cuestión de cuatro meses.
Tras este monumental descalabro, el nombre de Chamberlain se convirtió en un abusivo sinónimo de debilidad, vacilación, de la inmoralidad de la diplomacia de alto nivel y, sobre todo, del apaciguamiento cobarde de matones sin importar el precio de honor nacional.
A pesar de sus muchos logros en la política interna, en última instancia la reputación de Chamberlain permanece indeleblemente manchada por Múnich y el fracaso de su estilo personal de diplomacia.
Como confesó en la Cámara de los Comunes cuando estalló la guerra, todo por lo que he trabajado, todo lo que he esperado, todo lo que he creído en mi vida pública, está en ruinas.
La posteridad le ha juzgado consecuentemente, en detrimento de cualquier evaluación más equilibrada del hombre y los problemas que enfrentó durante la década de 1930.
UNA DÉBIL POTENCIA En retrospectiva, la deprimente realidad es que probablemente no había una respuesta correcta para los problemas cruciales que tenían que confrontar los responsables de la política británica en ese momento.
A mediados de los años 30, Reino Unido estaba defendiendo a un vasto y vulnerable imperio que abarcaba un cuarto del territorio y población de todo el mundo, con unos tremendamente agotados recursos militares cuyo desempeño era de un nivel muy inferior al que le correspondería a una potencia de tal envergadura.
Peor aún, desde 1934 el gabinete había tristemente reconocido que el país no contaba con los recursos para defender de manera apropiada en tiempos de paz al Imperio Británico contra tres potencias en tres diversos teatros de guerra.
Además, la amenaza planteada por separado por Japón, Alemania e Italia fue agravada por la convicción de que una guerra con uno de ellos provocaría inevitablemente actos oportunistas por parte de los otros.
Como el líder de un imperio militarmente débil y sobrecargado, esos temores fueron cruciales en la conformación de la estrategia de Chamberlain. Eso implicó tener que llevar un curso limitado por unos parámetros relativamente estrechos definidos por una compleja red interrelacionada de restricciones geoestratégicas, militares, económicas, financieras, industriales, electorales y de inteligencia.
A pesar de predilección personal de Chamberlain para la negociación, lo que es indiscutible es que se percibió a sí mismo como prisionero de fuerzas en gran parte más allá de su control.
Como señaló estoicamente en enero de 1938, en ausencia de cualquier poderoso aliado, y hasta que se completen nuestros armamentos, debemos ajustar nuestra política exterior a nuestras circunstancias y aceptar con paciencia y buen humor acciones que nos gustaría tratar de una manera muy diferente.
Su respuesta pragmática a este acertijo era una doble política de rearme a un ritmo que pudiera sostener la economía, mientras que al mismo tiempo buscaba mejorar las relaciones con los dictadores, convencido de que sólo remediando las quejas legítimas de Alemania sería posible eliminar la amenaza militar o, en su defecto, exponer a Adolf Hitler como un megalómano insaciable empeñado en dominar al mundo.
Como Chamberlain le dijo al conde de Halifax, entonces ministro de Relaciones Exteriores, la estrategia subyacente era esperar lo mejor mientras se preparaba para lo peor.
LA HISTORIA LO JUZGÓ Visto desde esta perspectiva, Chamberlain se enfrentó a una decisión brutalmente sencilla en Múnich.
¿*Estaba dispuesto Reino Unido a amenazar con la guerra a Alemania en nombre de un Estado* al que definitivamente no podría salvar y que probablemente nunca recobraría su forma anterior?
Había la certeza absoluta de que cualquier intento de hacerlo provocaría una guerra ruinosa y probablemente imposible ganar, que mataría a millones, involucraría a Japón e Italia, destruiría el Imperio Británico, dilapidaría sus riquezas y socavaría su posición como una gran potencia.
Frente a este dilema poco envidiable, Chamberlain concluyó que ese resultado sería mucho más desastroso para el Imperio, Europa y la victoria a largo plazo del bien sobre el mal que concesiones territoriales en los Sudetes que Reino Unido no podría prevenir y sobre los que Alemania ostensiblemente tenía un reclamo legítimo.
A pesar del fracaso en sus esfuerzos para preservar la paz, Chamberlain fue a su tumba en noviembre de 1940 confiado en que la historia podría eventualmente revindicar su política y rehabilitar su reputación.
Por desgracia, ese fue su mayor error de cálculo. Al pobre Neville no le fue bien con la historia, en gran medida porque fue Churchill quien la escribió para asegurarse de que su propia versión de la década de los años 30 fuera la que quedara indeleblemente grabada en la conciencia colectiva.
Como ilustra el comentario de Cruz, la imagen que perdura de Neville Chamberlain es la de un personaje tragicómico e ingenuo con un pedazo de papel en la mano en el que se lee: Paz para nuestro tiempo.