(Foto: Reuters)
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Virginia Rosas

rompe el mito de los pacíficos monjes budistas. Una gran parte de sus clérigos en ese país de abrumadora mayoría budista azuza la radicalización contra los musulmanes.


Estos conforman una etnia de más un millón de personas –los rohingya–, que a pesar de haber llegado antes del siglo XIX no son considerados ciudadanos, como sí ocurre con las otras 135 minorías étnicas que pueblan ese país diverso.

Es más, los rohingya son considerados apátridas desde que en 1982 se les arrebató la ciudadanía por ley, y están siendo sometidos a una persecución implacable, que ha hecho huir a 600 mil de ellos a la vecina Bangladesh.

A este país de 52 millones de habitantes, donde solo el 1% profesa la religión católica, llega Francisco, quien en agosto último demandaba desde el Vaticano que los rohingya pudieran obtener todos los derechos que el Estado Birmano les esquilma.

Pero el Papa decide someterse a presiones políticas y diplomáticas, absteniéndose de pronunciar las palabras ‘rohingya’ y ‘musulmán’. El primero en suplicarle que no lo hiciera fue el arzobispo de Rangún, Charles Bo, aduciendo que los católicos sufrirían represalias si mencionaba el tema tabú.

El nombre nos da la identidad, es lo que nos define por principio. Un grupo humano sin patria, sin territorio, sin ciudadanía y sin nombre no solo es paria, es inexistente. ¿Cómo emprender la defensa de aquellos que ni siquiera somos capaces de reconocer públicamente?

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