(Foto: Reuters)
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/ EDGARD GARRIDO
Virginia Rosas

Si pusiéramos en el mapamundi un alfiler por cada país en el que hay violentas revueltas, veríamos que los estallidos se han dado en cuatro continentes. Solo Oceanía se salva de las multitudes enardecidas que, hastiadas de sus clases dirigentes y de la corrupción, reclaman “que se vayan todos”.

Por eso, esgrimir teorías conspiracionistas que pretenden achacarle a Venezuela y Cuba la responsabilidad de las manifestaciones que terminaron con la idealización del modelo chileno –exitoso en las cifras pero en el que se larvaban grandes desigualdades– resulta no solo absurdo sino descabellado: basta ver la diáspora venezolana para comprender que es imposible ‘vender’ el régimen chavista.

Los movimientos ciudadanos que estallaron espontáneamente en el 2019 tienen cada uno un detonante distinto: el alza de la gasolina en Ecuador, las elecciones truchas en Bolivia, el impuesto por el uso del WhatsApp en el Líbano, el incremento del precio del pan en Sudán, la corrupción en Iraq, la condena a los independentistas catalanes en España, la extradición de ciudadanos hongkoneses a Beijing, entre otros. Pero la intensidad que súbitamente tomaron las protestas demuestra que ya existía una situación social deteriorada que no fue atendida a tiempo por los dirigentes políticos. Como una fiebre que, por no prestarle atención, desata una septicemia.

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/ STRINGER

Algunos analistas sitúan el origen de estas protestas en la crisis económica mundial del 2008. El hecho es que sociedades tan diversas y con reclamos tan variados tienen la impresión de enfrentarse a los mismos problemas: ineficiencia y corrupción de las clases dirigentes. El sentimiento de desconfianza hacia los políticos se refuerza con la evidente fusión entre la clase financiera y la política, lo que ha puesto al descubierto un crecimiento exponencial de la corrupción. Y con ella el hartazgo.

Las redes sociales, por supuesto, cumplen un rol significativo en la propagación de las demandas, aunque estas no necesariamente sean muy claras y resulten a veces contradictorias. Muchos acusan al sistema de sus desventuras, pero sin saber definir de qué se trata.

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/ AHMED JADALLAH

Con los partidos políticos desacreditados y los sindicatos cada vez más ausentes, no existen los espacios de diálogo para canalizar las protestas. Las movilizaciones sociales en sí mismas, por más apoteósicas que resulten, no sirven para negociar con quienes detentan el poder. Sirven, eso sí, para detectar la enfermedad, pero no para curarla. Las revueltas terminan siendo un diálogo de sordos entre los ciudadanos hastiados y sus gobernantes.

Por eso, en Chile, el presidente Piñera eliminó el alza del pasaje y anunció una serie de medidas sociales, pero las revueltas no han cedido, mientras que en Ecuador los violentos disturbios cesaron con la misma celeridad con que estallaron, gracias a que las manifestaciones fueron convocadas por la Confederación de Nacionalidades Indígenas.

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