El 30 de octubre de 1983 los argentinos volvieron a votar. Habían perdido ese derecho, junto con muchos otros, el 24 de marzo de 1976, cuando fue derrocado el gobierno de Isabel Perón a través de un golpe de Estado encabezado por las Fuerzas Armadas.

(En el año y medio previo a las elecciones) la sociedad argentina no solo revivió y se expresó con amplitud sino que se ilusionó con las posibilidades de la recuperación democrática, dice el historiador José Luis Romero en su libro Breve historia de la Argentina.

En muchos ámbitos sociales, estudiantiles, gremiales o culturales, agrega, hubo un renovado activismo, así como una coincidencia general en el reclamo por la vigencia de los derechos humanos y el retorno a la democracia.

Otro académico, Marcos Novaro, señala en su Historia de la Argentina, 1955-2010 que el alborozo alcanzó su punto culminante con la asunción de (Raúl) Alfonsín, el 10 de diciembre de 1983, cuando la sociedad en pleno se volcó a las calles.

Eso dicen los libros de historia. En esta nota, tres periodistas de BBC Mundo, que tenían entre 7 y 13 años en 1983 recuerdan cómo vivieron ese período con los ojos propios de la niñez.

NO DERROTAMOS A NADIE. Por Valeria Perasso Más que una salida electoral, es una entrada a la vida, decían los afiches en blanco y negro, en los que se dibujaba una puerta misteriosa Borom Bom Bom, vamo la hinchada de la nación, rezaba otro, color amarillo y tono futbolero. De a poco los vi aparecer en las paredes, silenciosas hasta entonces de todo proselitismo, de las calles cerca de casa.

Así eran los carteles que en 1983 dieron forma a la primera campaña proselitista de la que fui testigo. Son mis primeros recuerdos de la democracia recuperada en Argentina: comenzaron a acumularse durante los ocho meses previos a la elección del 30 de octubre y casi diez meses antes de que el régimen de facto abandonara la Casa Rosada.

Los recuerdos alimentados por la TV son todavía más vívidos. Cuando pasaban el aviso de la Unión Cívica Radical, yo cantaba a viva voz el adelante radicales, adelante sin cesar y trataba de reproducir el gesto de victoria del entonces candidato Raúl Alfonsín: una suerte de apretón de manos sobre el lado izquierdo del cuerpo, brazos en alto, codos en ángulo recto una maniobra difícil para los brazos cortos de una niña de 9 años. Del spot del Partido Justicialista, que encabezaba Ítalo Luder, me gustaban los dibujos animados (aunque no entendía qué eran esos teatros con cartel de clausurado y las sirenas de patrulleros que sonaban de fondo).

No tenía muy claro cuál de los dos me gustaba más. Tampoco importaba: crecí en una familia dividida de peronistas acérrimos y radicales a ultranza. Una familia polarizada, para usar un término más en boga en la Argentina de hoy que en la de entonces. Y me gustara el que fuera, no había manera de dejar a los dos abuelos contentos.

Mi abuelo Francisco decía que Alfonsín era un tipo serio y no quería saber nada con Luder; mi abuelo Luis le agradecía a Perón los derechos reconocidos como trabajador en la década de 1940 y le había jurado fidelidad al partido desde entonces. Recuerdo las disputas de domingo, que acababan cuando mi abuela, persignándose, pedía que ya basta, que nos va a caer mal la comida a todos.

Está claro que los abuelos votaron (siempre) distinto. Los dos, sin embargo, se dieron un abrazo memorable ese domingo 30. Una frase en un afiche de Alfonsín, el ganador contundente de esa jornada, tal vez resume ese sentir mejor que nada: Ganamos, pero no derrotamos a nadie.

DEL SILENCIO AL BULLICIO. Por Maximiliano Seitz En 1983 tenía 13 años. Era pequeño para entender en toda su magnitud el regreso de la democracia, pero lo suficientemente maduro para captar ese momento de una forma muy vívida.

Nunca me voy a olvidar del cartel verde que había en la esquina de mi casa durante los años de plomo. Decía: El silencio es salud. Públicamente se afirmaba que era parte de una campaña contra la contaminación sonora en las calles. Pero era otra cosa bien distinta. Se vivía con miedo de hablar y reunirse, con temor a desaparecer, ser torturado o morir a tiros.

Frecuentemente se escuchaban disparos cerca de mi casa al norte de Buenos Aires que me arrancaban del sueño. A veces mis padres nos despertaban a mí y a mis cuatro hermanos para que nos refugiáramos debajo de la cama, por las dudas. Salíamos a la escuela inquietos.

No sabíamos con exactitud que pasaba allá afuera, pero lo sospechábamos: represión. Era inútil preguntar. El cartel de El silencio es salud tenía un fuerte efecto disuasorio entre los vecinos.

Por eso, cuando regresó el Estado de derecho, para mí todo era sonido.

Recuerdo salir a la calle con mis padres a festejar, ir en auto al centro de Buenos Aires a participar de la gran fiesta catártica. Ondeábamos banderas, gritábamos Argentina, Argentina; se coreaba Se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar, un cántico sobre una promesa que a esa altura ya se había cumplido. Me acuerdo de los numerosos conciertos organizados en Buenos Aires.

Lo contrario del silencio forzado del letrero que pronto fue removido. Y ese bullicio ha perdurado hasta hoy, con los altibajos de una democracia joven.

BOINA BLANCA, POMPÓN ROJO. Por Natalio Cosoy Lo recuerdo perfectamente, y eso que mi memoria de la niñez es frágil. Es un recuerdo semejante al de un aroma, una evocación que me transporta en un instante a ese entonces, a ese lugar. Buenos Aires, 1983. Se celebraba la victoria de Raúl Alfonsín, del partido radical, se celebraba el regreso a la democracia (fue ya en diciembre, cuando asumió Alfonsín). Yo tenía apenas 7 años. Mis papás me subieron al coche y salimos a recorrer la ciudad, con las ventanas bajas, dejando entrar los gritos, la algarabía.

Me acuerdo también del sonido de la marcha peronista durante la campaña, emergiendo metálico de coches con altavoces que recorrían despacito las manzanas de los barrios, pero más recuerdo la parafernalia rojiblanca del partido radical, que ganó esas primeras elecciones e inundó las calles. En mi memoria queda, sobre todo, una boina blanca con pompón rojo que alguien me regaló ese día y que vivió por años en mi habitación.

Para mí esa boina era, en su simpleza, el símbolo de la democracia. En ella estaba resumida la alegre energía que sentí en esa jornada; algo que, sin entender del todo, me llenó de emoción emancipadora y victoriosa. Es como si Argentina hubiera ganado otro Mundial. Así estaban, tomadas por las multitudes, las calles, el Obelisco, la 9 de julio, Plaza de Mayo.

Con los años fuimos aprendiendo creo que la democracia no es una copa que se exhibe en una vidriera, sino un partido difícil, sin entretiempos ni pitido final. Pero esa es otra historia, la Historia. Hoy quería contarles la anécdota chiquitita de un pibe de 7 años, de una boina blanca con un pompón rojo, una evocación.