(Foto: Archivo)
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Farid Kahhat

A 50 años del golpe de Estado que comandó el general  en 1968, volvió a la palestra el debate sobre las consecuencias políticas de la reforma agraria que implementó su gobierno. El quid de la cuestión es la incidencia que habría tenido la reforma agraria sobre la intensidad de la violencia política desplegada por .

El argumento de quienes creen que tuvo una incidencia sustantiva es que la reforma agraria puso fin a injusticias seculares que, de haber continuado, habrían creado un terreno fértil para la prédica y el reclutamiento de Sendero Luminoso. Es decir, que de no haber mediado la reforma agraria, la violencia vesánica y criminal de Sendero Luminoso habría sido aun mayor.

Que existían esas injusticias antes de la reforma agraria es algo que debiera quedar fuera de toda duda. Al referirse a esas injusticias habitualmente se alude a la condición servil de la fuerza de trabajo, en particular en las haciendas de la sierra.

Pero cabría añadir el proceso de concentración de la tierra que tuvo lugar ya en la república, a través del cual comunidades campesinas fueron despojadas de su propiedad para dar origen a lo que en Ecuador y el Perú se denominó “gamonalismo” (el lector puede remitirse a los vívidos relatos sobre el tema que nos legaron Manuel González Prada, Víctor Raúl Haya de la Torre o José Carlos Mariátegui).

Podría discutirse en qué medida la reforma agraria puso fin a ese estado de cosas dado que, antes que entregar la tierra a los campesinos, en muchos casos la mantuvo concentrada en cooperativas agrarias de producción y sociedades agrícolas de interés social sobre las que el gobierno militar ejercía un alto grado de control. Lo que sí podría decirse es que la reforma agraria puso fin a las relaciones serviles de producción.

Ahora bien, el problema con el argumento según el cual la reforma agraria drenó parte de las ciénagas de injusticia social de las que podría haber abrevado Sendero Luminoso reside en creer que la existencia de esas injusticias elevaba el riesgo de un conflicto armado. De hecho, según Carlos Iván Degregori, entre 1956 y 1964 se produjeron en el Perú las mayores movilizaciones campesinas de Sudamérica. Es decir, las injusticias dieron lugar a movilizaciones sociales que en ocasiones se tornaron violentas, pero no a un conflicto armado.

Las investigaciones (en solitario y en coautoría) de Paul Collier produjeron evidencia estadística a escala mundial que sugiere una conclusión diferente: la desigualdad de ingresos (medida por el coeficiente de Gini) y la desigualdad de riqueza (medida en el campo por la distribución en la propiedad de la tierra) no tienen una influencia significativa sobre la probabilidad de que un país padezca un conflicto armado (aunque, una vez iniciado, la desigualdad en la distribución del ingreso sí influye sobre la probabilidad de que este tenga una duración por encima de la media).

El punto no es que las injusticias sociales no propicien una acción colectiva. Es más bien que, cuando la percepción de que existe una situación de injusticia es intensa y generalizada, lo más probable es que esta produzca movilizaciones masivas en protesta antes que propiciar el inicio de un conflicto armado (del cual siempre participa solo una proporción bastante pequeña de la población).

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