(Foto: EFE)
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Farid Kahhat

No cuestiono el derecho del Gobierno Peruano de exigir pasaporte a los extranjeros que deseen ingresar al Perú. Creo que las preocupaciones sociales que habrían motivado esa decisión son legítimas. Pero también creo que el cálculo político que parece estar detrás de esa decisión debería ser fuente de preocupación.

Diversos columnistas en este y otros medios han repetido hasta la saciedad las cifras pertinentes en torno a la inmigración en el Perú: los  representan una proporción infinitesimal de la población penitenciaria (de hecho, una proporción bastante menor que aquella que representan entre los habitantes de nuestro país).






Existen más colombianos que venezolanos en prisiones peruanas, pese a que el número de colombianos en nuestro país es bastante menor que el de venezolanos. Hay más peruanos presos en Chile que venezolanos presos en el Perú, pese a que hay menos peruanos en Chile que venezolanos en el Perú.

Los venezolanos no compiten por un número fijo de puestos de trabajo, sino que su propia actividad laboral contribuye a que la economía crezca (en un 0,4% adicional el año pasado, según algunos cálculos), creando así nuevos trabajos.

El problema es que probablemente esas cifras no basten para aplacar los temores legítimos de una parte de la población en torno al riesgo de perder un empleo de por sí precario, no conseguir empleo o ser víctima de la delincuencia. Esos temores tienen fundamento en la realidad y el gobierno actual no es el único responsable. Que la mayoría del empleo en el Perú se genere en el sector informal es un problema de larga data y no hay nada que el gobierno pueda hacer respecto al conflicto entre China y EE.UU. (nuestros principales socios comerciales), salvo tratar de mitigar sus efectos.

Pero el gobierno sí es responsable por darle credibilidad a un argumento que, además de no ser veraz, es potencialmente explosivo: que una de las causas principales de nuestros problemas de empleo y seguridad es la inmigración venezolana. No solo porque podría derivar en actos de violencia xenofóbica que, por suerte, no hemos presenciado aún, y contribuye a abrir un espacio político para candidaturas que podrían cuestionar no solo la presencia venezolana en el Perú, sino además las reglas de juego democráticas y algunas políticas que, con todos sus bemoles, nos han brindado estabilidad macroeconómica (cosas que, presumo, este gobierno valora).

Cabría recordar que los venezolanos llegaron a nuestro país con el beneplácito del mismo gobierno del cual Martín Vizcarra ha sido, sucesivamente, vicepresidente, ministro y presidente. Fue este el gobierno que les facilitó el ingreso sin pasaporte (bajo la presunción de que, de otro modo, seguirían llegando, solo que de manera indocumentada), y que les facilitó los permisos de trabajo. Fue este el gobierno que lanzó la iniciativa del Grupo de Lima, no solo para contribuir a restaurar la democracia en Venezuela, sino para contribuir a resolver su crisis humanitaria.

Como dije, existen preocupaciones legítimas en sectores de nuestra sociedad sobre el tema migratorio. Lamentablemente, la transición hacia la xenofobia suele ser breve cuando los dirigentes políticos se sienten tentados a emplear a los inmigrantes como chivos expiatorios.

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