Eulimar Núñez Enviada especial de BBC Mundo

El viacrucis comenzó incluso antes que la procesión.

La primera vez que fui a Los Próceres tras el anuncio de la muerte del presidente Hugo Chávez, cuando aún no había salido el cortejo fúnebre el miércoles por la mañana, ya había cientos de personas caminando hacia la sede de la Academia Militar, donde se llevarían a cabo las exequias del mandatario.

Esa misma noche, la fila de gente vestida de franelas rojas y jeans que esperaba ver los restos de Chávez, daba la vuelta al edificio donde estaban siendo velados y se prolongaba por cientos de metros a la redonda.

Por una puerta lateral de la Academia del Ejército entraban militares y funcionarios de alto rango, junto con sus allegados, dirigentes del oficialismo y hasta el presentador del programa La Hojilla, Mario Silva, que se transmite en horario estelar por el principal canal del Estado, Venezolana de Televisión. Una especie de acceso VIP, sin los apretones, el calor y la deshidratación que comenzaron con el amanecer entre la multitud que vino a despedirse de su líder.

He caminado y caminado y aún no sé dónde comienza la cola, se quejó José Manuel Ortega empleado público de 35 años que llegó a Caracas a las 6:30 de la mañana del jueves, luego de viajar en autobús seis horas desde la ciudad de Barcelona, en el estado Anzoátegui.

A Ortega se le empañaban los ojos y se le quebraba la voz al pronunciar la frase Chávez ha muerto. Lo voy a extrañar. No vine a decirle adiós, sino hasta luego. No tengo palabras para describir a este gran hombre que físicamente se nos va, pero que queda aquí, en nuestra mente y nuestro corazón, dijo, mientras golpeaba su pecho.

Mezclada entre la gente, ese mismo jueves por la mañana, seguí mi camino hacia el norte, en dirección contraria al lugar del velatorio, y al acercarme a la estación del metro de Los Símbolos, aproximadamente a un kilómetro de la entrada de Los Próceres, logré entrar a la fila, que a ratos transcurría lentamente y otras veces avanzaba de una carrera, se achicaba y se ensanchaba.

El presidente murió hace dos días y ya los vendedores ambulantes ofrecen todo tipo de parafernalia con su rostro como logotipo: postal de Chávez con uniforme, 50 bolívares (unos US$8 de acuerdo a la tasa de cambio oficial); bandera de Venezuela con asta de plástico para ondear, 100 bolívares (US$15).

Las camisetas y gorras de quienes ya venían equipados son las mismas que utilizaron en las sucesivas campañas del presidente. Como si cada una de estas piezas perteneciera a una colección atesorada por años: la franela que decía Ahora más que nunca con Chávez de diciembre de 2012, el afiche donde se leía Paante comandante impreso después de junio de 2011 cuando Chávez se enfermó, y hasta la gorra bordada con la frase 10 millones de votos por el buche, de uso recurrente en cada campaña electoral.

MURIÓ Y SOPLÓ UNA BRISA FRÍA Manuel Pérez 32 años, profesor de historia y geografía en un liceo de San Antonio de los Altos, ciudad satélite de Caracas está detrás de mí. Lleva una gorra de lona raída y dos chapitas con el rostro de Chávez en el bolsillo izquierdo de su guayabera roja.

Vine a ver a mi comandante. Estoy triste, muy triste. Ahora veremos si Chávez no aró en el mar. Tiene que ganar Maduro, y si no gana es que no aprendimos nada.

A medida que se alarga la espera, las leyendas urbanas y las anécdotas relacionadas con la muerte del mandatario se multiplican. Delante de mí, Aurora Rodríguez –secretaria caraqueña, 45 años- dice en voz alta: ¿No se dieron cuenta de que cuando se murió, llovió con sol y comenzó a hacer una brisa fría y las palomas volaban por todos lados? Fue tan impresionante que se me paran los pelos al recordarlo. Al llegar a mi casa (ubicada en el barrio Capuchinos en el oeste de Caracas) le prenderé una velita a mi comandante.

Son las 11:00 de la mañana, el sol es implacable. Mis vecinos dicen estar tristes, pero no paran de cantar. Algunas de las consignas que más repiten son Chávez vive, la lucha sigue y Chávez no murió porque Chávez soy yo.

De repente escucho un ¡A correr! y apuro el paso. Los ancianos y los niños retrasan la carrera. Todos saben que cuando la fila avanza un trecho largo en poco tiempo, otros aprovecharán el descuido.

Revolucionario no se colea, grita bañada en sudor Olga Mendoza, una ama de casa que ha decidido recorrer la línea para intentar organizarla después de ver a sus compatriotas saltándose las bardas y las normas.

Hay que ser disciplinado como nos enseñó el presidente. Él nos dio la vida y no podemos permitir que otros se infiltren en las colas para sabotearnos y dañarnos este momento tan sublime. Aunque nos tome horas, el que ama a su presidente y a su patria, hace eso y más.

Cuando vuelve la calma, Rodríguez me cuenta que nunca antes de 1998 había recibido un préstamo y que Chávez, mientras estuvo en el poder, se lo otorgó. Ahora estoy esperando una casa de la Misión Vivienda. No me voy de aquí hasta que lo vea. A sus mítines he ido enferma, con fiebre, dolor de columna y en todos me he quedado hasta que han terminado.

Segundos después, Pérez dice en voz baja que nunca esperó recibir un céntimo: Chávez lo que hizo fue ayudar a los pobres. Nunca voté por él para que me diera nada. En 14 años no recibí ni un bolívar, ni quise nada de él: ni casa, ni carro, ni crédito. Voté por Chávez porque creía en él y lo sigo haciendo. Si me tengo que quedar toda la noche para verlo, lo voy a hacer.

OLA ROJA Me gustaría que hubiese más organización, pero qué se le va a ser, es muchísima gente, reconoce mi vecino, cuando la fila se vuelve tan gruesa como diez personas juntas hombro con hombro.

En la explanada del paseo donde en cada fecha patria se realizan los desfiles militares, ahora marchan seguidores de Chávez que han venido de todos los rincones del país. Upata con Chávez siempre, El estado Táchira llora tu partida, Venimos de Cumanacoa y estamos desesperados por ver a nuestro líder. Aquí están los primeros baños portátiles del recorrido, frente a todos hay largas filas de espera. La marea ahora se divide en cuatro grandes grupos. Una quinta columna se está regresando.

Eso allá adelante (en la Academia Militar) es demasiada gente, hay muchas filas: una preferencial para los militares y funcionarios de alto rango, otra para los mandatarios internacionales, e incontables filas para el pueblo, que luego terminan en un angosto embudo. Quienes estén en esas, se demorarán 10 o 12 horas para llegar, si es que lo logran, dice Luis Durán.

A las 2 de la tarde, me cruzo con el único hombre que asegura haber visto a Chávez. Simón Domínguez llegó de Cumanacoa, estado Sucre, a las 3 de la mañana.

El amor por mi comandante me ayudó a entrar. Me dio mucha tristeza verlo ahí, desvanecido, aunque con la alegría de que está hecho millones, cada uno de los que estamos aquí somos Chávez. Lo vi recio, con gallardía, con el coraje que lo caracteriza, vestido como él quería, de militar, con su boina roja, su banda. Es una memoria que le queda a uno para toda la vida.

Cuando al fin me acerco a la entrada de la Academia Militar, un guardia del pueblo, me pregunta si ando sola. Contesto que sí y me dice: Esta es la única fila que lleva al cuerpo del comandante. Te voy a dejar pasar.

Salto la barda, tratando de pasar desapercibida, y caigo en una olla de señoras, que empiezan a colapsar por los mareos. El calor es insoportable. Media hora después, ya sin mucho aire, desisto.

A las 4:00 de la tarde, la avalancha de gente continúa. Su consigna es no abandonar el lugar hasta llegar a la meta. Los parlantes anuncian que hay niños perdidos. Aquí seguiremos, rodilla en tierra, como nos enseñó nuestro comandante, escucho decir a una mujer, antes de abordar la moto que me sacará, cuando estaba tan cerca, del largo camino al ataúd de Chávez.