(Foto: Reuters)
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Farid Kahhat

Consultada sobre la propuesta de la congresista Alexandria Ocasio-Cortez según la cual, bajo ciertas circunstancias, el gobierno federal debería garantizar puestos de trabajo, Ivanka Trump respondió lo siguiente: "La idea de un mínimo garantizado es algo que la mayoría de la gente no desea. Desean tener la capacidad de conseguir un trabajo por sí mismos, desean vivir en un país en el que exista el potencial de una movilidad ascendente".

Irónicamente, la propia Ivanka Trump ejemplifica por qué esa es una respuesta problemática. Su fortuna personal se debe, en una gran proporción, a la familia en la que nació.

De un lado, buena parte del capital con que inició sus negocios provino de modo directo o indirecto de la riqueza de su padre (cosa que también ocurrió con el propio Donald Trump). De otro, sus negocios florecieron con base en una estrategia de márketing que apela al apellido que su padre convirtió en una marca registrada. Ello sin mencionar que no posee experiencia o calificación alguna que expliquen el cargo oficial que ocupa en la Casa Blanca.

Es decir, Ivanka Trump alecciona a los rivales políticos de su padre remitiéndose a la experiencia del ciudadano medio, que le es absolutamente ajena: el suyo no es el caso de alguien que adquirió el oficio que ejerce solo con base en sus propios medios, ni es el ejemplo de alguien inmerso en un proceso de movilidad social ascendente.

La estadounidense, por lo demás, es una de las sociedades con menor nivel de movilidad social entre los países desarrollados. La movilidad social mide la probabilidad de que alguien que nació en la pobreza culmine sus días entre los estratos de ingresos medios o altos de su sociedad, y viceversa. Por eso es uno de los medios más socorridos para establecer en qué medida la desigualdad de ingresos en una sociedad se basa en el mérito personal: de ser así, la sociedad en cuestión debería tener tasas relativamente elevadas de movilidad social.

Pero cuando recurrimos a los indicadores de movilidad social surge una paradoja: mientras menor es la evidencia de que las diferencias de ingresos en un país se basan en el mérito (es decir, mientras menor es su movilidad social), mayor parece ser la probabilidad de que los segmentos de ingresos medios y altos crean que la distribución del ingreso se basa en el mérito personal.

Por ejemplo, según Alesina y Glaeser, hacia el 2004 solo el 29% de los estadounidenses creía que los pobres lo eran por razones ajenas a su voluntad, cosa que creía un 60% de los europeos. Ello explica que un 60% de los estadounidenses creyera que los pobres eran perezosos, cosa que solo creía un 26% de los europeos.

Lo que hace problemáticas esas creencias es el hecho de que EE.UU. tiene una menor movilidad social que los principales países de Europa. Gottschalk y Spoalore, por ejemplo, compararon la movilidad social en Estados Unidos y Alemania. Encontraron que en EE.UU. un 60% de quienes en 1984 se encontraban dentro del 20% de la población de menores ingresos seguían allí en 1993. En Alemania, en cambio, la proporción era del 46%. Otros estudios encuentran resultados similares al comparar la movilidad intergeneracional en Estados Unidos y Europa.

Continuaré abordando este tema en mi siguiente artículo.

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