(Foto: Reuters)
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Virginia Rosas

En su ensayo de 1943 “We Refugees”, la filósofa Hannah Arendt llamó a los  “la vanguardia de los pueblos”. Aquellos que se desplazan sin documentos y a los que solo les queda en común su condición humana, una condición que no tiene ningún valor sin una ciudadanía. ¿Por qué son la vanguardia? Porque son los que nos anteceden: todos corremos el riesgo de convertirnos en esos seres errantes que buscan un suelo donde protegerse.

Los refugiados son el símbolo del siglo XXI, el de las fronteras abiertas para las mercancías y cerradas para los que huyen de la guerra, el hambre y las persecuciones. Las cifras son elocuentes: en el 2017 hubo 65 millones de desplazados solo por conflictos armados. El número no incluye a los que huyen del hambre, como millones de venezolanos, o a los centroamericanos y mexicanos que no solo escapan de la miseria, sino de la violencia cotidiana.






El lunes pasado fueron las exequias, en San Salvador, de Óscar Martínez y de su hija Valeria, de 20 meses, que se ahogaron al tratar de atravesar el Río Bravo. ¿Cómo no comparar esa imagen con la del pequeño Aylan Kurdi, ahogado en el 2015 en el Mediterráneo, cuando su familia intentaba llegar a Europa huyendo de Siria?

Entre el 2014 y el 2018 perecieron 17.900 personas tratando de ganar las costas europeas del Mediterráneo, ese mar donde se sitúa el origen de la civilización occidental, pero que se ha convertido en la fosa común de más de 12 mil seres humanos.

Esta semana también contemplamos cómo una joven alemana de 31 años fue detenida por orden del Gobierno Italiano por atracar el barco de rescate Sea-Watch 3 con 42 náufragos rescatados cerca de Libia y que tuvo que permanecer en alta mar durante 17 días, ante la negativa de un puerto donde desembarcar.

La UE gasta ingentes sumas de dinero para que guardacostas libios obliguen a los refugiados a regresar a ese país en guerra civil, donde pueden escoger morir bajo las bombas –como el martes pasado en un centro de detención de migrantes cerca de Trípoli– o arriesgarse en frágiles barcos para alcanzar la ‘tierra prometida’.

Carola Rackete, la capitana del Sea-Watch 3, decidió atracar su barco en el puerto de Lampedusa –isla italiana de seis mil habitantes, que se encuentra a 110 kilómetros de África– porque la situación era insostenible. Durante la maniobra, chocó su barco contra un bote de patrulla de la Guardia Italiana. Un gesto que el ministro del Interior italiano, el líder de la Liga, Matteo Salvini, calificó de “acto de guerra”, por lo que pidió que fuera juzgada. La capitana podía ser condenada a diez años de prisión.

El martes, la jueza Alessandra Vella decidió liberar a Rackete porque sus acciones respondían al cumplimiento de un deber: el de salvar vidas humanas. “El que salva vidas no puede ser un criminal”, le espetó el presidente alemán, Frank Walter Steinmeier, a Salvini, quien ahora acusa a la capitana de incitación a la inmigración clandestina.

El derecho de los refugiados está comprendido en la Declaración de la ONU de 1951 y en la legislación de la Unión Europea del 2007. Y los navegantes están obligados a socorrer a los náufragos, inclusive al enemigo en tiempos de guerra.

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