Lo que empezó con una dubitativa defensa de un país ajeno a la OTAN, se ha convertido en un objetivo de ensueño para Washington: propiciar un cambio de régimen en Moscú. (Foto: Reuters)
Lo que empezó con una dubitativa defensa de un país ajeno a la OTAN, se ha convertido en un objetivo de ensueño para Washington: propiciar un cambio de régimen en Moscú. (Foto: Reuters)
Rodrigo Murillo

El vehículo lanzamisiles está intacto. Salvo algunos copos de nieve, que se pierden en el fango de la primavera próxima, y la ostentosa Z en su chasis, se diría listo para el combate. Si no fuera por una excepción: los milicianos de que lo han capturado enfocan sus neumáticos. No son modernos. No son nuevos. Ni siquiera son rusos. Los han fabricado en China, por cierto, y son de muy mala calidad. Según ciertos analistas, este ejemplar del sistema antiaéreo PANTSIR S1, bautizado por la como Greyhound, cuenta con ruedas que no podrían siquiera soportarlo con su carga máxima.

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Y esta es solo una muestra del penoso espectáculo dado por las armas rusas en su invasión a Ucrania. Los complejos militares del mundo contemplan el espectáculo, pasmados. La precisión y más aun la interoperabilidad de las armas del Kremlin, aplicadas con tanta sofisticación en los desiertos de Siria brillan por su ausencia. ¿Magnanimidad inesperada de Putin? Poco probable. Y como lo apuntan ya en Washington: la ausencia de armas inteligentes y de última generación en Ucrania, solo puede deberse, en el mejor escenario para Moscú, a la completa improvisación de su ataque; o en el peor, a la ausencia de stock entre las unidades de su Ejército.

Quizás por tal motivo las bajas rusas habrían ya superado, de acuerdo a ciertos reportes de Inteligencia, las bajas que los Estados Unidos sufrieron en los casi diez años que duró la guerra en Iraq, e incluso las bajas que sufrió la URSS durante el primer año de su invasión a Afganistán (1979). ¿El pronóstico? Reservado: con un enemigo herido por la destrucción de su país, y las imágenes horribles de escuelas y maternidades bombardeadas, los rusos tienen una ardua labor por delante, a la altura –comparable, si somos objetivos– de los retos más complejos de su historia militar.

Pareciera, en todo caso, que este desafío no es ajeno a los propios jóvenes de Rusia. Según datos de The Economist, ya antes de la guerra el 43% de ellos –entre las edades de 18 y 24 años– declaraban querer dejar su país para siempre. Y ahora, según registros de Google, la desbandada es general: no solo se han multiplicado las búsquedas de información para emigrar; sino que, además, los jóvenes parecieran haber perdido la confianza en los órganos

informativos del Kremlin. ¿La prueba? Se han multiplicado en Rusia –por un factor de hasta doce veces la cifra ordinaria– el número de búsquedas y descargas de VPN’s (Virtual Private Networks), sistema que permite a los usuarios acceder a las páginas bloqueadas por Moscú (hasta el momento, más de 200). Un comportamiento por demás riesgoso, si consideramos las penas de hasta 15 años de prisión impuestas a quienes, desconfiando seguramente de las informaciones respecto del extremismo imperante en Ucrania, difundan argumentos diferentes.

Es, por otra parte, evidente que Washington ha tomado cuidadoso registro de este factor. No debemos olvidar que Joe Biden –senador desde 1973– forjó su carrera en los años tensos de la Guerra Fría. Y, de acuerdo a sus propios registros, además de visitar la URSS en numerosas ocasiones para negociar asuntos militares vinculados casi siempre a la no proliferación de armas nucleares, compartió la mesa con el mismo Breznhev, y lidió con hombres de la talla de Gromyko, Kosygin, Gorbachov. En otras palabras: procuró en primera línea la derrota de Moscú en el marco de la Guerra Fría. Y corresponde preguntarnos, ahora: ¿Será que, tras las agresivas sanciones impuestas al Kremlin, esperan en la Casa Blanca un desenlace similar? ¿Es que acaso pretende Joe Biden un cambio de régimen en Rusia?

Si contemplamos el daño económico sufrido por Moscú, la respuesta podría ser positiva. El rublo se ha desplomado a niveles históricos, la inflación amenaza con salirse de control, y se ha privado al Banco Central de sus reservas de moneda fuerte. Además de aplicaciones suspendidas como Netflix, Facebook, Twitter, Whatsapp o Instagram, y compañías que han cerrado sus puertas como Ikea, Coca Cola, Inditex o Microsoft; VISA, Mastercard y American Express han congelado las operaciones de sus tarjetas, y algunos alimentos, aunque es verdad que todavía pocos, van camino del racionamiento. E inclusive, de persistir con las sanciones, se hará imposible para los rusos viajar en su propio país: dos terceras partes de sus aviones han sido manufacturados por Boeing y Airbus, y sin los repuestos y mantenimientos necesarios, están obligados a permanecer en tierra.

De ahí que Lavrov, Medvedev o el mismo Putin hayan equiparado las sanciones con actos de guerra. En el Kremlin no se engañan fácilmente. Reconocen la gravedad de la situación. Y su debilidad, en perspectiva histórica. Porque la Unión Soviética tenía en el comunismo una épica argumentativa para hacer frente a los cercos, a la parálisis económica. ¿Y la Rusia de Putin? Sin la economía de Stalin. Sin el Sputnik de Kruschev. Sin la estabilidad de los tiempos brezhnevianos. Y lo peor de todo: a falta de argumentos, sin la confianza de su gente. Jóvenes sin motivos para asumir los sacrificios que demanda la guerra. Una guerra autoimpuesta, por cierto, consecuencia de un error fundamental: el creer que Ucrania no iba a defenderse. ¿Cuál es la puerta de salida, ahora? El meollo del problema, nada menos. Pues ni Putin ni Biden cuentan con la salida que, en su momento, asistió a Kruschev y Kennedy: retirar los misiles de Cuba, muy bien, pero también los norteamericanos de Turquía. ¿Panorama envidiable? La crisis que sometió al mundo a una tensión irrespirable contaba con soluciones que ahora no existen.

Las cartas de los jugadores parecieran echadas. Y las apuestas se han multiplicado. Los Estados Unidos consideran al enemigo arrinconado. Y, lo que empezó con una dubitativa defensa de un país ajeno a la OTAN, se ha convertido en un objetivo de ensueño para Washington: propiciar un cambio de régimen en Moscú. Putin ha sido, después de todo, el promotor de su propia debilidad. Pues derribados los mitos de su formidable Ejército, y enemistado al parecer con su propia gente, ¿cómo podría recuperar la iniciativa estratégica? Es cierto que la caída de la URSS dejó el manual que pareciera ahora aplicar Joe Biden. Pero algo es más importante: la caída de la URSS forjó al mismo Vladimir Putin. Y, si se trata de llevar las cosas hasta el final, su reacción puede ser temible.

*Rodrigo Murillo Bianchi es historiador, novelista y analista de política internacional.

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