El campo de concentración de Auschwitz durante la Segunda Guerra Mundial.
El campo de concentración de Auschwitz durante la Segunda Guerra Mundial.
/ Archivo EL TIEMPO

Marta Fuchs es un nombre para bordar con hilos de oro. Su amor por la libertad, su solidaridad y su empatía hicieron que unas 25 mujeres pudieran tener una vida distinta en el campo de concentración de .

Fuchs las acogió en un taller de alta costura –sí, como lo leen–, sanó sus espíritus e hizo que su vida no fuera un infierno total. Fue encerrada en Auschwitz en 1942. Con el paso de los días, fue enviada como empleada a la casa del comandante nazi Rudolf Höss, el jefe del lugar, y su esposa Hedwig; ahí, con un empeño inusual, empezó a coser otra historia.

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Fuchs nació el primero de junio de 1918, creció en Bratislava, Eslovaquia, que desde 1939 fue una república aparentemente independiente, pero controlada por Alemania, y desde allí se deportaron a los distintos campos de concentración a unos 15.000 judíos.

Auschwitz era el sitio para la llamada “solución final” del III Reich, el lugar donde ejecutarían el plan de matar judíos, homosexuales, gitanos, espías y prisioneros de guerra soviéticos en las cámaras de gas, luego de despojarlos de todas sus pertenencias, su ropa y su dignidad. Otros fueron esclavizados en distintos trabajos.

Auschwitz era el sitio para la llamada “solución final” del III Reich.
Auschwitz era el sitio para la llamada “solución final” del III Reich.
/ AFP

Como empleada en la casa de los Höss, Marta Fuchs cuidaba a los hijos de la pareja y se encargaba de todo. Recibía órdenes de Hedwig, que la veía como un objeto más al que tenía derecho, en un régimen en el que los judíos eran menos que nada, a los que se les habían quitado sus posesiones y fortunas, grandes y pequeñas

.A pocos kilómetros de la casa estaban las cámaras de gas y el campo de concentración, un espacio en el que la lucha por sobrevivir era, muchas veces, un acto de dolor, por las enfermedades, la mala alimentación, la falta de servicios de salud, los vejámenes, las violaciones y las humillaciones. Y donde, según cálculos, fallecieron alrededor de un millón de personas.

Fuchs era una gran cortadora, era experta en costura, había estudiado en varias academias, se graduó con honores y antes de ser esclavizada por los nazis, vestía a las personas más prestantes de Bratislava.

Los días previos a ser encerrada en un tren, tatuada con un número y humillada hasta le cansancio, había trazado un plan para escapar del cerco contra los judíos. Dejó de lado la costura y su sueño de ir a trabajar a París, para aprender español con un diccionario.

Tenía la idea de viajar a Ecuador para escapar de la guerra, pero nunca pudo utilizar la visa que consiguió. Cuando la apresaron le dijeron que podía llevar una maleta. La engañaron. Se la llevaron a empujones a la estación de tren y se quedó parada en un andén con lo que tenía puesto y una pequeña cartera a la espera del horror. Los oficiales le dijeron que luego le entregarían sus pertenencias. Nunca lo hicieron.

Su ropa bonita y bien cosida fue cambiada por el uniforme del campo de concentración, camisa y pantalón de rayas para los hombres y con falda para las mujeres. Había distintivos según el origen de los retenidos.

Un día, mientras trabajaba en el hogar los Höss, Hedwig dijo en voz alta que uniendo varias piezas de tela que tenía disponibles, sin duda, podría tener un abrigo imponente. “Eso puedo hacérselo yo”, afirmó Marta. Soltó la frase sin pensarlo y Hedwig le permitió coserlo.

Así nació el taller de alta costura del campo de concentración, que la escritora e historiadora británica Lucy Adlington teje maravillosamente en el libro Las costureras de Auschwitz (Planeta), un recorrido por un universo poco conocido del horror nazi del que ella tuvo referencia hace algunos años.

”Leía un libro sobre el comercio en el III Reich, algo muy académico, y allí se mencionaba un taller de alta costura, pero no había nada más”, le dijo la escritora a EL TIEMPO desde Londres.

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Lucy Adlington nació en 1970. Tiene un master en estudios medievales de la Universidad de York, es especialista en vestuario histórico y autora de varias novelas juveniles.

Pero el documento sobre la alta costura nazi fue un detonante para su obra. Escribió ‘La cinta roja’ (2017), una novela de ficción que cuenta la historia de una adolescente de 14 años que se dedica a hacer vestidos elegantes en un campo de concentración.

Fue una bomba. Le empezaron a llegar correos y mensajes de personas cuyas bisabuelas, abuelas y madres trabajaron en el verdadero salón de alta costura de Auschwitz.

La escritora Lucy Adlington y Bracha Kohút, una de las costureras.
La escritora Lucy Adlington y Bracha Kohút, una de las costureras.
/ Editorial Planeta

La señora Höss, encantada por el abrigo que le hizo Marta, decidió mejorar sus finanzas personales y del lugar, y de paso convertirse en una celebridad entre las esposas de otros militares nazis. Marta, por su lado, vio una oportunidad para que ella y sus amigas escaparan de las cámaras de gas.

Adligton revivió el momento y en su libro empieza a aparecer todo un desfile de personajes entrañables, además de Marta Fuchs, están “la tranquila Irene Reichenberg, de Bratislava; la atrevida Renée Ungar, amiga de Irene; las checoslovacas Bracha y Katka Berkovic; Hunya Storch, cuya voluntad férrea estaba dulcificada por la compasión y la generosidad; las húngaras Olga Kovácz, Borishka Zobel, Alice Strauss, Grete Roth, Katka Feldbauer; las francesas Alida Delasalle y Marilou Colombain; Mimi Höfflich, especializada en camisas y ropa interior, la muy profesional Manci Birnbaum; la femenina y coqueta Lulu Grünberg; Baba Teichner, la eslovaca Sari, las polacas Ester y Pili, y Herta, prima de Marta…”.

Marta conocía a algunas, eran sus amigas de infancia y juventud, pero se fue dando cuenta de las habilidades de otras mujeres, preguntando en el campo de concentración. Fue un trabajo de meses y en el infierno cada segundo cuenta.

El salón de trabajo que crearon tenía mesas largas, telas, agujas, hilos, máquinas, pedrería. Quedaba en un sótano en el que estaban protegidas del frío del invierno. Y como dice la autora, “allí tenían un nombre de día, así en la noche, cuando terminaran su labor, fueran solo un número”. Sin embargo, muchas noches conservaron sus nombres, no por un atisbo de piedad de los nazis, sino porque el trabajo no paraba. El taller era un éxito.

Aquello fue el infierno en la tierra, pero hubo gente que no perdió la humanidad.

Su trabajo les salvó la vida. Marta era apenas unos pocos años mayor que las demás costureras, y su labor, además de coser y crear, era motivarlas a hacer todo de manera impecable, perfecto, para volverlas imprescindibles en la tenebrosa maquinaria nazi.

Ella misma ganó cierta autonomía. Iba y venía por el campo de concentración. Al ser la jefa del taller y haberse ganado la confianza de los Höss, especialmente de Hedwig, podía ir “de compras” a las barracas donde se guardaba la ropa robada a los judíos y escoger las mejores telas. En esas rondas hablaba con la resistencia al interior de Auschwitz, con las médicas judías que trataban de mantenerse y mantener vivos a los demás y que le daban medicamentos para ella y sus costureras.

La escritura del libro fue un viaje asombroso. Las cartas y los mensajes fueron solo el inicio. Adlington empezó a seguir el rastro vital de estas mujeres y encontró una red irrompible de amistad, pues cuando terminó la guerra muchas siguieron en comunicación, y después de sus muertes, sus familias no se desconectaron. Habló con hijas y nietas en Israel, varios países de Europa, Estados Unidos, y en San Francisco conoció a Bracha Kohút (su apellido de soltera era Berkovic).

Betka y Katka Berkovic, hermanas y costureras. La foto de la derecha es del 2013, con 73 años de diferencia.
Betka y Katka Berkovic, hermanas y costureras. La foto de la derecha es del 2013, con 73 años de diferencia.
/ Planeta

Bracha fue la última sobreviviente del Estudio Superior de Confección, como se conocía al lugar. “Esa mujer menuda, resiliente, se ha enfrentado a la brutalidad y el duelo”, dice la autora en su libro. Cuando la tuvo al frente, en el 2018, Lucy Adlington supo que su historia era real. Había pasado de correos, chats y llamadas a estar al lado de una de esas sobrevivientes.

Con Bracha habló de la moda y su evolución; de telas, de hilos y agujas. Y de Auschwitz, donde estuvo 1.000 días, “que parecieron mil años. Cada día podía haber muerto mil veces”, le dijo.

A Adlington le sorprendió la dignidad de Bracha. Tenía más de 90 años, pero la encontró vestida con colores alegres, pelo corto y bien peinado y los labios pintados de rosa. Su familia la protegía con un cariño especial. Su casa, en las colinas de San Francisco, era un lugar lleno de amor. “Ella veía muchas cosas de forma diferente a un buen número de nosotros, que las observamos desde el despojo de sus ropas, de su dignidad y de sus nombres; desde el número que les pusieron. Pero tanto Bracha como el resto de modistas sabían quiénes eran y cómo la amistad les permitió saber siempre de dónde venían, recordar épocas, tener siempre en sus mentes las familias que habían dejado afuera y de las que poco sabían. En sus corazones siempre supieron cómo se llamaban y que eran amigas, y que querían salir de allí”, agrega Adlington.

***

El salón de alta costura tenía un vestier privado, en el que las esposas de los oficiales se medían los trajes y donde se hacían los ajustes. Esas mujeres hablaban alegremente de fiestas y comidas, de sus vidas de sueño, como si no entendieran que a pocos kilómetros se asesinaba cada día.

”Aquello fue el infierno en la tierra, pero hubo gente que no perdió la humanidad”, dijo otra de las sobrevivientes, Irene Reichenberg. Y al terminar, quienes pudieron salvarse, decidieron seguir adelante a pesar de los dolores y los traumas. Muchas dejaron Europa, se casaron, tuvieron hijos y nietos.

Las costureras de Auschwitz (Planeta)
Las costureras de Auschwitz (Planeta)
/ Editorial Planeta

Ahora sus voces están aquí. El libro recorre sus vidas, incluso las de antes de la guerra, cuando eran niñas y jóvenes humildes habitantes de pueblos y ciudades en las que ser modista podía ayudarles a tener estatus. La moda como tal era muy importante en Europa y mucho más la que llegaba de París en revistas y periódicos.

Aunque sin la importancia de la capital francesa, Praga, de todas maneras, tenía un nombre reconocido. Entre sus costureras había especialistas en mangas, faldas, bolsillos, ojales, pedrería, bordado, encaje. También, cortadoras, patronistas, rematadoras, ornamentadoras. Y tenían que saber planchar muy bien.

”Yo no soy muy seguidora de la moda, pero sí entiendo el gran significado que tienen las prendas en la historia”, dice Adlington. “Y el color rojo conecta con la memoria”. Por eso, en su primera visita a Bracha, llevó un modelo de ese color y “de inmediato mostró interés. Lo empezó a examinar, a sentir, y me contó su historia, luego de pedirme que me callara, porque la única que iba a hablar era ella”.

En ‘Las costureras de Auschwitz’ también aparecen otros oficios que están lejos de las telas y las agujas: estas mujeres estuvieron obligadas a dragar aguas estancadas, cavar zanjas de desagüe o construir tramos de rieles. Los nazis no tenían límites en sus humillaciones.

A una de las costureras, Manci Birnbaum, la obligaron a desnudarse ante el oficial Heinrich Himmler, uno de los invitados más importantes al campo de concentración. Pese a la mala alimentación, todavía tenía “algo de carne sobre sus huesos” y fue expuesta como una “empleada sana, apta para el trabajo”.

Si Adlington hubiera empezado su trabajo diez años antes, según le dijo Bracha, habría encontrado a muchas de las costureras vivas. Pero ante las ausencias, tuvo que recurrir a la memoria de las segundas y terceras generaciones. Pero pudo hablar con ella y recuperar sus historias. Bracha fue una sobreviviente pura: murió el 14 de febrero del año pasado.

Para Lucy Adlington La escritura del libro fue un viaje asombroso.
Para Lucy Adlington La escritura del libro fue un viaje asombroso.
/ Editorial Planeta

Ahora sus voces están aquí. El libro recorre sus vidas, incluso las de antes de la guerra, cuando eran niñas y jóvenes humildes habitantes de pueblos y ciudades en las que ser modista podía ayudarles a tener estatus. La moda como tal era muy importante en Europa y mucho más la que llegaba de París en revistas y periódicos.

Aunque sin la importancia de la capital francesa, Praga, de todas maneras, tenía un nombre reconocido. Entre sus costureras había especialistas en mangas, faldas, bolsillos, ojales, pedrería, bordado, encaje. También, cortadoras, patronistas, rematadoras, ornamentadoras. Y tenían que saber planchar muy bien.

”Yo no soy muy seguidora de la moda, pero sí entiendo el gran significado que tienen las prendas en la historia”, dice Adlington. “Y el color rojo conecta con la memoria”. Por eso, en su primera visita a Bracha, llevó un modelo de ese color y “de inmediato mostró interés. Lo empezó a examinar, a sentir, y me contó su historia, luego de pedirme que me callara, porque la única que iba a hablar era ella”.

En ‘Las costureras de Auschwitz’ también aparecen otros oficios que están lejos de las telas y las agujas: estas mujeres estuvieron obligadas a dragar aguas estancadas, cavar zanjas de desagüe o construir tramos de rieles. Los nazis no tenían límites en sus humillaciones.

A una de las costureras, Manci Birnbaum, la obligaron a desnudarse ante el oficial Heinrich Himmler, uno de los invitados más importantes al campo de concentración. Pese a la mala alimentación, todavía tenía “algo de carne sobre sus huesos” y fue expuesta como una “empleada sana, apta para el trabajo”.

Si Adlington hubiera empezado su trabajo diez años antes, según le dijo Bracha, habría encontrado a muchas de las costureras vivas. Pero ante las ausencias, tuvo que recurrir a la memoria de las segundas y terceras generaciones. Pero pudo hablar con ella y recuperar sus historias. Bracha fue una sobreviviente pura: murió el 14 de febrero del año pasado.

Su oficio les permitió sobrevivir y salir de Auschwitz. Algunas pudieron recuperar a miembros de su familia, montaron sus negocios de costura y ya en libertad, coser, cortar, tejer y bordar con amor y pasión. Recobraron su dignidad a través de su arte, hicieron empresa, ayudaron a que el mundo se reactivara. “Debemos mostrar respeto por ellas, por las diferencias, inspirarnos con su valentía”, afirma Adlington.

Marta nunca fue sorprendida por los nazis; era una artista en la costura y en sus movimientos por el campo. Tenía contactos con la resistencia, incluso mandaba postales de vez en cuando a su familia, se movía con seguridad en varios frentes y a veces se daba el lujo de llegar al taller con champaña para brindar con sus amigas.

Sus vestidos fueron tan exitosos que incluso llegaban pedidos de Berlín. Marta siempre tenía su libreta negra llena de solicitudes. Había tanta demanda que las esposas de los oficiales debían esperar hasta seis meses para ser atendidas. Y esa espera también las mantenía vivas. Cada pedido que llegaba era un día más y una forma de, a través de telas, agujas e hilos, tener fuerza para aguantar, para esperar el día final de la liberación, que llegó el 27 de enero de 1945.

Una frase que recogió la autora resume el sentido del libro: “Nuestra vida diaria giraba alrededor de la solidaridad y el apoyo a aquellas que sufrían más que nosotras”. La dejó la francesa Alida Delasalle. En estas palabras, que abren el capítulo 9 del libro, en la página 317, está todo.

Por Olga Lucía Martínez Ante

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