La familia fue encontrada por la Armada Nacional y un equipo médico liderado por el enfermero Óscar Rosero. Los niños estaban en los huesos y sus pieles, completamente laceradas. (Foto: El Tiempo|GDA)
La familia fue encontrada por la Armada Nacional y un equipo médico liderado por el enfermero Óscar Rosero. Los niños estaban en los huesos y sus pieles, completamente laceradas. (Foto: El Tiempo|GDA)
El Tiempo|GDA

Esclavo, no te quejes de las fatigas; preso, no te duelas de tu prisión; ignoráis la tortura de vagar sueltos en una cárcel como selva, cuyas bóvedas verdes tienen por muros ríos inmensos” (La vorágine).

La noche cayó, y ya no había huellas para seguir. La campesina María Oliva Pérez abrazó a sus tres hijos de 14, 12 y 10 años, refugiándose entre palmas de un tormentoso aguacero. No durmió y su único fervor era que le socorrieran de coraje para lidiar contra el eco de las dantas cuyos sonidos pariendo se escuchaban al horizonte.

También clavó sus manos en la tierra para orar que las serpientes no merodearan los cuerpos de sus fatigados niños.

La mujer, sin saberlo, se internó por infortunio y desgracia en el ‘infierno verde’ que describió José Eustasio Rivera en La vorágine: la mismísima selva del amazonas siempre interminable y agresiva, en la cual muchos se pierden y sus mitos quedan en los anaqueles de valientes que se fueron, pero jamás volvieron.

A ciencia cierta, no se conocen cuántos hombres y mujeres se han perdido en la Amazonía, son pocos los relatos de sobrevivientes y se sabe que en un parpadeo cualquiera queda como carcelero entre sus inmensos árboles, a merced de fauna salvaje y con el suplicio de los mosquitos que los siguen en cada paso.

María Oliva y sus niños eran los nuevos presos del ‘infierno verde’ cuyo destino, por fortuna, fue diferente al del coronel inglés Percival Harrison Fawcett, quien emprendió un viaje por la selva amazónica del Brasil en 1925 y fue devorado por la jungla, pues de su expedición nunca se tuvo noticia alguna.

Era el atardecer del 19 de diciembre del 2019 cuando María Oliva se sacudió sus botas de caucho y tomó rumbo hacia el monte con sus hijos. Ese día, los cuatro visitaron a Andrés Parra, papá de los niños, y cuando decidieron volver a casa vieron pasar a Abdón Castillo, la actual pareja de la mujer y quien los guiaría en el camino de regreso a casa desde la vereda Bellavista, en zona rural de Puerto Leguízamo, Putumayo. El trayecto, en plena frontera entre Colombia y Perú, tardaría una hora a pie.

Abdón caminó raudo entre la selva, pero María Oliva y sus hijos no lograban seguirle el paso mientras esquivaban las ramas y la maleza del monte. Cuando se hizo de noche no vieron más las huellas del hombre que los guiaba. La familia quedó en tinieblas con solo sus ropas y sus botas.

Esa noche se detuvieron, se abrazaron y con unas palmas se cubrieron de la lluvia que caía en la jungla. No se atrevían a gritar, temían que el ruido, en vez de atraer ayuda, captara la atención de algún animal salvaje de los que abundan en esta selva. "Estamos perdidos. Pasemos la noche acá hasta que amanezca. No hay más que hacer”, les dice María Oliva a sus niños.

Al día siguiente la tormenta no amainó. María Oliva y sus hijos tenían dos opciones: buscar el camino que perdieron o caminar por el lecho de un río cuyo caudal escuchaban cerca, allí se podrían ubicar o ver a alguien que los guiara.

La familia tomó dirección hacia el río; caminaron horas hasta que la noche volvió a caer. La selva ya se los había devorado.

Fueron cinco días recorriendo el lecho de ese río. Sin ver más que vegetación tupida, hormigas y cómo las moscas empezaban a usar sus pieles como nidos para sus larvas. María Oliva y los niños bebían agua sucia; no había nada más que hacer, solo esperar un milagro.

Mientras seguían caminando, más se internaban en la jungla. Cada noche dormían apilados en cambuches hechos con palmas que rompían con sus manos y dientes. Para la noche de Navidad, con las estrellas fulgurantes, la hija menor de María Oliva susurró las palabras que empezarían a calar en sus ánimos: “Es Navidad, y no tengo el regalo que quiero”.

Al siguiente día, a los niños hambrientos ya se les empezaba a notar la pérdida de peso tras llevar una semana sin comer. Lo único que se encontraban en sus andanzas por la selva mientras buscaban una salida de los montes eran unas semillas rojas con sabor dulce.

Los niños están en grave estado de salud. La desnutrición es uno de los temas que preocupa. (Foto: El Tiempo|GDA)
Los niños están en grave estado de salud. La desnutrición es uno de los temas que preocupa. (Foto: El Tiempo|GDA)

Todos las comían; si eran venenosas, se morirían todos. “No me gustaban las pepas, pensé que podrían ser venenosas. Si los niños se las comían y yo no, yo quedaba viva y los niños, muertos. Esa posibilidad era como morir en vida, por eso también comía”, les decía la mamá a sus hijos.

La esperanza de que los encontraran sus familiares también se les estaba esfumando. Los días pasaban todos iguales, tomando agua, caminando, nadando para cruzar algún río que no se viera peligroso, armando cambuches para dormir y escapando de las huellas de animales grandes que se veían en la tierra. Por fortuna, dicen, nunca vieron fieras salvajes.

La familia era, ahora, como un pequeño grupo de hormigas a la deriva, en terrenos cuya belleza es incomparable, pero el horror de estar allí era todavía más inmenso. No había día que no lloraran por el dolor de las larvas en sus cuerpos y por las llagas en los pies. Caminaron tanto que ya no sabían ni qué día era ni para dónde iban. Sus cuerpos estaban famélicos, y al dar diez pasos caían desmayados.

Estas son algunas de las lesiones de los niños. (Foto: Cortesía familiar, via: El Tiempo|GDA)
Estas son algunas de las lesiones de los niños. (Foto: Cortesía familiar, via: El Tiempo|GDA)

Intentaron comer pescado crudo, pero no resultó, no podían tragar. En plena agonía, su recorrido lo interrumpió el río Mashunta, cuyas aguas eran densas y no podían cruzar por las pocas fuerzas, que ni les alcanzaban para hacer un nuevo cambuche de palmas.

En esa amargura pasaron unos diez días. La muerte ya los acechaba, y mientras María Oliva cuidaba en la madrugada que una serpiente u otro animal no mordiera a sus niños, la menor de sus hijos le dijo, quizá alucinando por el agotamiento, “que el duende que los asechó todo el camino se había ido y no les había podido ganar”. Cierto pánico pasó por la madre, a quien un estruendo la revitalizó.

“Es un helicóptero que viene por nosotros”, decían los niños a su madre, quien en realidad a lo lejos vio una canoa de motor aproximándose. Todos se lanzaron por un barranco, cayeron a una playa y gritaron por ayuda.

La canoa se detuvo, y Tedy Hernández, un indígena de la etnia secoya que salió de faena de pesca con sus cuatro hijos, no dudó en darles pan y agua de panela, pero vomitaron de inmediato.

Tedy los subió en la canoa y del río Mashunta los transportó hasta una comunidad llamada Angusilla, también en Perú. Allí, el secoya les dijo que era el viernes 24 de enero del 2020 y que, entonces, ya habían pasado 37 días desde que se perdieron.

María Oliva le dijo: “Esto es un milagro de Dios, usted nos salvó la vida. Llevamos mucho tiempo por acá”.

El indígena no solo los rescató, también les pagó a su cuñado y a otra mujer 50.000 pesos para que los llevaran a un lugar donde recibieran atención médica urgente. Así fue como llegaron a la aldea peruana de Nueva Esperanza, tras unas ocho horas navegando.

La familia vive en Puerto Asís y fue encontrada por indígenes peruanos, quienes los señalaron como desconocidos y alertaron a las autoridades. (Foto: Armada Nacional, via: El Tiempo|GDA)
La familia vive en Puerto Asís y fue encontrada por indígenes peruanos, quienes los señalaron como desconocidos y alertaron a las autoridades. (Foto: Armada Nacional, via: El Tiempo|GDA)

En esta aldea de la etnia quechua, ubicada sobre el río Putumayo, el técnico en enfermería Silvio Pérez les extirpó de las cabezas los gusanos que les estaban carcomiendo la piel y empezó a curar todas sus lesiones. Los niños lloraban del dolor.

De la aldea vecina, Bellavista, llegaron a pedir prestada medicina para atender a una niña que se había quemado, y se terminaron enterando de la situación de la familia colombiana. De retorno a su pueblo, le contaron al pastor Jezer Vargas lo que estaba pasando; este religioso colombiano difundió por WhatsApp y Facebook el hallazgo de la madre y sus tres hijos.

La cadena de mensaje se difundió con rapidez y llegó para la noche del mismo viernes a Puerto Leguízamo, a donde el pastor Vargas, con la colaboración de ambos pueblos indígenas, les hicieron llegar imágenes por WhatsApp de la familia y rogaron que enviaran ayuda lo más pronto posible.

En Puerto Leguízamo, Andrés Parra los estaba buscando desde el 28 de diciembre, cuando abandonó la finca para recoger a los niños y llevarlos al pueblo por unos días. Sin embargo, Abdón Castillo le dijo que nunca habían llegado a casa y que pensó que se habían quedado con él. Aunque el caso nunca se denunció en la Policía, era vox populi en el pueblo que una familia estaba perdida en la selva.

Incluso, cuenta Andrés, hubo chismosos que le decían que no los buscara más porque María Oliva se había ido con otro hombre, pero él seguía con la comunidad de la vereda Bellavista buscando por la selva a sus hijos. “La verdad que yo sentía por dentro que no estaban muertos, uno siente a los hijos de uno”, dice el papá.

Para el sábado, la Armada Nacional y un equipo médico liderado por el enfermero Óscar Rosero los recogieron en Nueva Esperanza. Los niños estaban en los huesos y sus pieles, completamente laceradas.

Así luce la selva Amazónica. (Foto: NLV, via: El Tiempo|GDA)
Así luce la selva Amazónica. (Foto: NLV, via: El Tiempo|GDA)

El diagnóstico era de desnutrición, hipertrofia muscular generalizada, deshidratación, miasis cutánea por las larvas de los moscos, infecciones en los pies y hongos. Antes de dirigirse al hospital María Angelines de Puerto Leguízamo, Andrés los esperaba en el puerto de la Armada Nacional y había tomado calmantes.

“Cuando los vi, ellos estaban muy mal, pero yo decía que estaban vivos. Los abracé, y todo cambió. Era un milagro”, dice Andrés.

Los niños están en la Clínica Pabón y la Infantil de Pasto, adonde los trasladaron para tratar sus lesiones y la desnutrición crónica que padecen. Allí estarán internos al menos un mes, bajo los cuidados de su padre y una tía. María Oliva evoluciona de manera satisfactoria en la Clínica Putumayo, en Puerto Asís.

¿Cómo sus cuerpos aguantaron?

La supervivencia de la madre y sus tres hijos en la selva del Amazonas es un caso excepcional. Según el médico Charles Bermúdez, jefe de Nutrición de la Clínica del Country, esta familia pudo sobrevivir solo bebiendo agua y con semillas, gracias a la respuesta metabólica del organismo.

“Cuando una persona está en ayuno parcial o total, el cuerpo se adapta de una forma distinta y lo que hace es bajar sus demandas energéticas al mínimo para adaptarse a la poca o nula ingesta de alimentos que está teniendo la persona”, indica.

Resalta que un cuerpo humano puede durar entre cuatro y ocho semanas solamente tomando agua, pero el tiempo de vida disminuye si padece alguna infección o enfermedad, pues si esto ocurre, sus reservas vitales se agotan con mayor celeridad.

La condición de adaptación del cuerpo hace que este consuma su propia masa grasa y muscular, por lo que las personas terminan muy flacas y demacradas. “La palabra clave acá es ‘adaptación’, el cuerpo se adapta. Hay unos cuerpos más preparados que otros para ciertas situaciones, y sus cuerpos, durante sus infancias, por estar en Puerto Leguízamo, han estado en contacto con ciertas infecciones, ciertos tipos de agua y alimentos. Eso los hace menos frágiles para la situación que vivieron”, dice.



Contenido sugerido

Contenido GEC