Santiago se ubica en calle 11 con carrera 6.ª, en el centro de Bogotá. Foto: Catalina Arango Bedoya, vía  EL TIEMPO
Santiago se ubica en calle 11 con carrera 6.ª, en el centro de Bogotá. Foto: Catalina Arango Bedoya, vía EL TIEMPO

Sobre la calle 11 con carrera 6.ª, cerca a la Catedral Primada de , camina un joven de tez blanca y pelo castaño rizado. Lleva puesto un blazer y pantalón beige y una camiseta negra. De su cuello cuelga una bufanda de lana color rojo. Su mano izquierda sujeta un maletín y, en la derecha, lleva una caja que pesa 4,3 kilogramos.

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Tras avanzar un par de metros más con sus mocasines café, pone los objetos sobre el andén. De la valija marrón con rayas laterales color azul saca una silla de madera que se desdobla. En cuanto al otro elemento, jala la tapa que cubre una máquina de escribir fabricada en los años 70 para luego apoyarla contra el borde de la acera.

La cubierta de este artefacto, marca Brother Deluxe 850 TR, tiene pegado un pedazo de papel con cinta adhesiva del que sobresalen dos palabras y una letra trazadas con marcador negro permanente: poemas x limosna.

Una vez está sobre el asiento de 15 centímetros de alto, toma una hoja blanca tamaño carta del maletín, la corta por la mitad y la pone en la máquina. Sus dedos empiezan a presionar las teclas blancas, y con los ojos clavados sobre el papel, se roba la atención de personas con acento extranjero, hombres de traje y figuras canosas; todo tipo de transeúntes.

Ha pasado año y medio desde que Santiago Vargas Cataño decidió ganarse la vida vendiendo poemas. Tras llegar a Bogotá, en enero del 2018, observó cómo la gente que vendía objetos o comida en las calles podía generar una fuente de ingresos a diario.

“¿Y si vendo poemas? La idea sonaba un poco fracasada”, cuenta. “¿Quién en el siglo XXI va a vivir de vender papeles en ese espacio?”, se cuestionó en algún momento. Sin embargo, el tiempo pasó y este joven de 20 años se convirtió en la respuesta a esa pregunta.

El joven paisa dialoga con un transeúnte que se acerca para pedirle un poema. Foto: Catalina Arango Bedoya, vía  EL TIEMPO
El joven paisa dialoga con un transeúnte que se acerca para pedirle un poema. Foto: Catalina Arango Bedoya, vía EL TIEMPO

Al principio no ofrecía rimas de su autoría, sino de poetas reconocidos. Algunos eran de Porfirio Barba Jacob y Julio Flórez.

Aunque los días transcurrían con una ganancia económica aceptable, la gente empezó a preguntarle si él escribía alguno. “Querían algo inédito. Algo escrito con más esfuerzo”, señala Santiago. Fue a partir de ese momento que empezó a sacar los textos que había guardado, pero con mucho miedo.

Recuerda que los primeros días fueron difíciles. Se sentía nervioso. “Me daba vergüenza y pena. Me sentía pobre, y en parte lo era”, afirma. Pero no los versos que creaba.

Con este trabajo hace entre 2.000 y 5.000 pesos por poema. En promedio, se gana entre 30.000 y 50.000 pesos diarios entre semana. Los fines de semana gana alrededor de 100.000 pesos por día.

La jornada que más recuerda es el viernes santo en abril pasado. Compró 80 hojas tamaño carta, las dividió por la mitad y vendió cada uno de aquellos pedazos. “Escribí 160 poemas y me quedé sin papel. Era una fila de gente tras otra”, señala. Al final, recibió 270.000 pesos.

La máquina de escribir

Santiago Vargas nació en y se crió en el barrio Manrique, una de las 16 comunas en el nororiente de esa ciudad.
En el 2017, después de salir del colegio, se dirigió con un amigo a la estación Poblado del metro, donde solían pedir ayuda para el pasaje. En una ocasión, un par de hombres de pelo blanco y rostro arrugado se acercaron a ellos.

“Nos dijeron que se iban para Cuba y que no se iban a llevar todo ese trasteo”, cuenta. Así que fueron al apartamento y se repartieron los objetos entre los dos; una biblioteca llena de novelas y enciclopedias, unos vinilos, un tocadiscos y dos máquinas de escribir. Santiago se quedó con uno de los aparatos Brother, una marca japonesa.

Este es al artefacto que Santiago lleva a todos lados.

Foto: Catalina Arango Bedoya, vía EL TIEMPO
Este es al artefacto que Santiago lleva a todos lados. Foto: Catalina Arango Bedoya, vía EL TIEMPO

Decidió traer consigo a Bogotá aquel artefacto porque cree que es más práctico que un computador. “En caso de que no pueda pagar los servicios, podría escribir en cualquier lado”, pensó antes de dejar su ciudad natal.

El joven paisa proviene de una familia humilde. Su padre, Dagoberto, intentó inculcarle la lectura. Lo hacía transcribir libros a mano.

Santiago recuerda que una vez estaba copiando 'El llamado de la selva', obra que él interpreta como la crueldad del hombre vista desde los ojos de un animal. Pero llegó hasta la mitad y quemó el libro. “Desde ahí mi padre no volvió a someterme tanto, de otro modo su biblioteca hubiera terminado en cenizas”.

Creo que esta forma es la más justa y aceptable de llegar al arte; a través de la necesidad.

La intención de su papá era alejarlo del mundo que lo asechaba. En su vecindario, desde que era pequeño, veía que a sus amigos les pagaban por llevar una maleta de un punto a otro sin preguntar por el contenido.

Dagoberto y Luz Yanet, su madre, supieron de su labor en las calles de Bogotá por una fotografía que vieron en Facebook, pues son muchos los turistas y personas locales que se detienen para capturar su quehacer.

A la ciudad lo trajo el recuerdo de su pasado; ese entorno que él describe como puritano y arriesgado. Además de querer buscar la independencia, quería “ser una oveja o un obrero más”.

Cuando llegó a la ciudad capital, empezó como mesero. Luego vendió libros. Pero nada lo hacía feliz. Aunque desde pequeño escribía textos propios, algunos sobre su entorno cercano con las armas y la droga, lo hacía solo como un pasatiempo.

“Francamente, no hubo una búsqueda de la poesía”, señala Santiago. “Pero creo que esta forma es la más justa y aceptable de llegar al arte. A través de la necesidad”.El pecado y lo prohibido son algunos de sus temas favoritos, en los que basa sus versos.

Fragmento de un poema

"Dices arriba y del cielo llueven culpas y pecados
dices abajo y el infierno es desalojado
por la historia y la hipoteca
el diablo pide limosna
y Dios se la niega,
los ángeles se han untado de barro y maldicen en sus atracos
crees que pisas el mundo, pero él te pisa a ti".

Autor: Santiago Vargas Cataño.

Limosna

Santiago recuerda a una niña morena y flaca, hija de un cocotero del mismo sector, quien se acercó a él y le preguntó cuánto costaba un poema. Ella solo tenía 200.

Tras contestarle que el valor era esa moneda de 200 pesos, su papá la agarró de la chaqueta y la jaló, porque un par de policías se estaban llevando su carreta. La pequeña, como pudo, rebuscó con sus dedos en el bolsillo y le tiró la moneda.

“La gente se molesta porque utilizo ese término, pero ese es el sentido de la palabra limosna. El arte tiene que estar al alcance de todos”, asegura.

Por estos días, Santiago se encuentra en Cartagena. Espera cautivar con sus versos a los transeúntes de la ciudad amurallada.

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