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“Nos metieron en una camioneta y nos llevaron a una granja. Allí trabajamos cultivando cebollas. No nos daban de comer”.

Felix Efe lo recuerda mientras muestra las cicatrices que tiene en la cintura.

No lo dice, pero con el gesto indica que son las marcas de aquella labor a la que fue sometido, de su pasado como esclavo en Libia.

Y su relato no es único. Es la historia con la que la periodista de la BBC Stephanie Hegarty se encontró una y otra vez al entrevistar en Ciudad de Benín, en el sur de Nigeria, a migrantes que habían sido repatriados del país mediterráneo.

Desde agosto del año pasado Libia colabora con la Unión Europea para limitar la migración por el Mediterráneo, funcionando como país tapón.

Así, la guardia costera intercepta a los migrantes procedentes de una serie de países africanos en aguas libias, antes de que lleguen a Europa.

Gracias a ello, la llegada de migrantes a Italia —la puerta de entrada al continente europeo para los que eligen esa ruta— se redujo a más de la mitad, de acuerdo a los datos de diciembre del Ministerio del Interior de ese país.

La mayoría son llevados a centros de detención en Libia, según denuncia la organización Médicos Sin Fronteras, y allí permanecen un tiempo indeterminado antes de ser devueltos a sus naciones de origen.

Pero muchos denuncian que durante el tiempo de arresto las mismas autoridades de los centros los ceden o venden para que trabajen en condiciones de esclavitud.

Libia lleva desde 2014 sumida en una guerra civil, en la que varias milicias luchan por el poder.

Estas controlan también las prisiones, lo que genera el caldo de cultivo para las situaciones de explotación mencionadas.

A punta de pistola
Por una de ellas pasó también Jackson Uwumarogie, quien fue detenido en la costa libia junto a Felix Efe.

Ambos fueron llevados a Gharyan, una prisión situada a unos 100 kilómetros al sur de la capital, Trípoli.

Y allí, Uwumarogie cuenta cómo escuchó a los guardias negociar su precio con otros hombres: 1000 dinares les pidieron (US$750).


Después escogieron a 20 hombres de las celdas, los metieron en una furgoneta y los llevaron a la granja en la que Efe cultivó cebollas y se ganó las cicatrices.

También alimentaron al ganado, entre otras tareas por las que nunca fueron remunerados y a las que fueron sometidos a punta de pistola. Apenas les daban de comer, cuenta, y dormían en cabañas destartaladas.

“Cuando no nos necesitaron más, nos metieron en un (vehículo) pick up y nos abandonaron en el desierto”, recuerda Uwumarogie.

Pasaron allí dos días, hasta que los encontró un hombre que los llevó a su casa, los alimentó y los trasladó a Trípoli, donde pudieron reunirse con representantes de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), asociada a Naciones Unidas.

Fue gracias a la OIM que Uwumarogie regresó a su país, Nigeria, desde donde cuenta su historia.

Esta no dista mucho de la de Mac Aghayere, quien salpica su relato con los detalles sobre la violencia con la que lo trataron quienes lo esclavizaron.


“Me golpeaban con una barra de hierro”, cuenta el joven. “Y usaron alambre de púas para atarme de manos y pies”.

Por ello, Lucky Akhanene, otro nigeriano que pasó por un tormento similar, se lo advierte a quien le quiera escuchar: “Libia no es un lugar al que se deba ir”.

“Muchas veces me pregunto si es realmente de este mundo”.

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