(Foto: AP)
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Farid Kahhat

El informe de la alta comisionada de Naciones Unidas, Michelle Bachelet, sobre la situación de los derechos humanos en  es contundente.

El mismo sostiene que “miles de personas, principalmente hombres jóvenes, han muerto en supuestos enfrentamientos con fuerzas estatales en los últimos años”. Y añade que “existen motivos razonables para creer que muchas de esas muertes constituyen ejecuciones extrajudiciales perpetradas por las fuerzas de seguridad, en particular las FAES” (es decir, las Fuerzas de Acciones Especiales de la Policía Nacional Bolivariana).






El informe también acusa al régimen venezolano de llevar a cabo en forma regular detenciones arbitrarias y tortura. Es sintomático que la principal crítica del Gobierno Venezolano al informe sea, antes que negar sus aseveraciones, que este presenta una “visión selectiva y abiertamente parcializada” porque no contempla los crímenes atribuibles a la oposición. Habría que añadir que las conclusiones del informe de la ONU coinciden con las de organizaciones como Amnistía Internacional y Human Rights Watch. 

Menciono lo anterior para dejar en claro que, en lo personal, no necesito ser persuadido de que el venezolano es un régimen dictatorial y represivo. Por ello, cuando sostengo que una negociación con él sería la mejor forma de ponerle fin, no lo hago porque tenga alguna ilusión sobre su naturaleza. Lo hago simplemente porque los intentos de la oposición y del Gobierno Estadounidense de ponerle fin por la vía de los hechos no han conseguido ese objetivo.

Ni el golpe de Estado del 2002 contra Hugo Chávez ni la invocación a un golpe de Estado por parte de Juan Guaidó en abril último, pasando por la campaña denominada La Salida, en el 2014, y la declaratoria por parte de la Asamblea Nacional del abandono del cargo por Maduro, en el 2017, consiguieron sus fines. En tanto, las sanciones que, desde mediados del 2017, aplica la administración Trump, empeoraron la situación humanitaria de un país que ya padecía hiperinflación y depresión económica.

El Grupo de Lima, por su parte, queda herido de consideración por dos hechos. De un lado, el cambio de gobierno en México y el probable cambio de gobierno en Argentina, que implicaría modificar su política hacia Venezuela. De otro lado, su indiferencia frente al fraude electoral que llevó al gobierno a Juan Orlando Hernández en Honduras (país integrante del Grupo de Lima), ya establecía un precedente ominoso: fiscales federales de EE.UU. no solo acusan a su hermano, Juan Antonio Hernández, de ser un narcotraficante, sino que acusan al propio presidente hondureño de ser su coconspirador y de haber empleado fondos del narcotráfico para financiar su campaña electoral.

No sostengo que existan garantías de que una negociación tendrá éxito allí donde las medidas coercitivas parecen haber fracasado. Solo digo que parece ser la única alternativa que queda. Añadiría además que, a diferencia del pasado, el Gobierno Venezolano tiene incentivos para negociar porque el desastre de su propia autoría, de un lado, y las sanciones estadounidenses, del otro, implican que la economía no saldrá de la ruina en la que está sumida sin una transición política.

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