(Ilustración: Jhafet Ruiz Pianchachi).
(Ilustración: Jhafet Ruiz Pianchachi).
Jen Gerson

Hay algo particularmente pintoresco en –nuestra sencillez, nuestra cortesía, nuestra insularidad– que hace que muchas personas, incluidos muchos canadienses, asuman lo mejor de nuestro país y de nosotros mismos. Como si estas cualidades nos hicieran inherentemente más puros que otros países más poblados.

Es cierto que los canadienses son personas generosas y confiadas que generalmente creen en el bien común, las instituciones y el Estado de derecho. En consecuencia, el país es propenso a imaginarse más cercano a su mitología de bondad de lo que realmente está. Pero hay un lado oscuro. Nuestra pequeña red de élite política, empresarial e intelectual es insular y concentrada.

El escándalo que ahora envuelve al primer ministro –un liberal bilingüe, feminista y a favor del multiculturalismo que encarna gran parte de lo que nos gusta celebrar en nuestro carácter nacional– debería ponerle fin a esto.

En el fondo, el trance que amenaza el liderazgo de Trudeau tiene que ver con la interferencia política en el sistema judicial. “The Globe and Mail” informó por primera vez a principios de febrero que en el otoño pasado, el primer ministro y su oficina presionaron a Jody Wilson-Raybould, entonces ministra de Justicia y fiscal general (equivalente a fiscal de la Nación), para buscar un acuerdo de prosecución diferida, equivalente a un acuerdo de culpabilidad, para SNC-Lavalin, una empresa de ingeniería civil políticamente bien conectada con sede en Montreal.

La referida empresa ha estado en el centro de los casos de corrupción durante décadas (en el 2013, el Banco Mundial suspendió a la compañía y a más de 100 de sus afiliados por 10 años, lo que por sí solo colocó a Canadá en el primer lugar de la lista de corrupción del banco). En este último, la compañía enfrenta cargos penales por sobornar a funcionarios libios, incluido el hijo de Muamar Gadafi, con millones de dólares para asegurar contratos en Libia.

El mencionado acuerdo permitiría a SNC-Lavalin evitar ser enjuiciado y, así, continuar licitando con el gobierno. Sin esto, la empresa podría enfrentar un peligro existencial.

La única persona en el Gabinete de Trudeau que parecía rechazar la situación era Wilson-Raybould. En enero, fue puesta a cargo del Ministerio de Asuntos de los Veteranos, prácticamente una degradación.

La semana pasada habló ante un comité de la Cámara de los Comunes sobre la presión a la que había estado sometida para cerrar un acuerdo con SNC-Lavalin. Durante horas, dio un extenso testimonio, citando notas y textos, detallando los niveles inapropiados de interferencia política en un proceso penal.

Su testimonio era imposible de conciliar con las negaciones planteadas por Trudeau. El primer ministro y sus defensores han sido vistos como débiles y deshonestos, más interesados en proteger una corporación con sede en Quebec que en la independencia del Poder Judicial. Su gobierno está ahora en el caos. El 4 de marzo, uno de los ministros claves de su Gabinete, Jane Philpott, renunció diciendo que había “perdido la confianza en cómo el gobierno ha tratado este asunto y cómo ha respondido a los problemas”.

Trudeau llegó al poder en el 2015 con la promesa de un Partido Liberal revitalizado, retirado del antiguo club de chicos de antaño. El partido, aunque imagina que representa los ideales canadienses, tiene un largo historial de corrupción y engaños, particularmente en Quebec.

Con una base electoral en las regiones más pobladas del país, los liberales han disfrutado de muchas décadas en el poder. No es sin mérito que sean referidos, de manera burlona, como el partido natural de gobierno.

El poder trae consigo ciertos hábitos. Esto es cierto en todas partes, pero en un país democrático con una población del tamaño de California que se extiende a lo largo de una gigantesca masa de tierra, la influencia corre en una red geográfica que describimos en forma abreviada como la élite laurentiana, en referencia al río Saint Lawrence. Trudeau, el hijo del ex primer ministro Pierre Elliott Trudeau, es en gran medida una criatura de esta élite.

Y también lo es SNC-Lavalin. No todas las empresas hablan directamente con la oficina del primer ministro. Fundada en 1911, SNC-Lavalin es una joya de la corona en el firmamento corporativo de Quebec. Los cabilderos de la compañía tienen vínculos tanto con los gobiernos conservadores como con los liberales. Entre sus abogados está un ex juez de la Corte Suprema. Un funcionario federal jubilado está en su junta directiva. Uno de sus directores corporativos, además, forma parte del consejo de la Fundación Trudeau. Los fondos públicos de pensiones de Quebec poseen aproximadamente el 20% de las acciones de SNC-Lavalin.

La decisión sobre el caso de SNC-Lavalin se tomó en el período previo a las elecciones provinciales del 1 de octubre en Quebec, y eso aparentemente estaba en la mente del primer ministro. Según el testimonio de Wilson-Raybould, miembros del staff de la oficina de Trudeau dijeron que la compañía amenazaba con mudarse a Londres si no obtenía el acuerdo de culpabilidad. Una de estos miembros, según Wilson-Raybould, le dijo que “si no obtienen el acuerdo, se irán de Montreal y ahora son las elecciones en Quebec, así que no podemos permitir que eso suceda”.

Wilson-Raybould contó una conversación con Trudeau: “En ese momento, el primer ministro intervino, enfatizando que hay elecciones en Quebec”. Cuando le preguntó si él estaba tratando de anular su independencia como fiscal general, ella dijo que el primer ministro respondió: “No, no, no, solo necesitamos encontrar una solución”.

Wilson-Raybould no es alguien que haya estado históricamente bien representada en los acogedores corredores del poder canadiense. ¿Por qué debería preocuparse por SNC-Lavalin? ¿Por qué apostaría su independencia y su reputación a la supervivencia de la compañía?

No es casualidad que haya sido reemplazada por David Lametti, un miembro del Parlamento de Montreal que aún no ha descartado salvar a SNC-Lavalin con un acuerdo de prosecución diferida.

El Estado de derecho es una gran virtud canadiense. Esto, al parecer, hasta que resulta una barrera para las perspectivas electorales liberales en Quebec.

–Glosado y editado–
© The New York Times