Aminorar la marcha, por Pedro José Llosa
Aminorar la marcha, por Pedro José Llosa
Pedro Llosa Vélez

La encíclica del papa Francisco ha abierto una polémica universal. Al ser así, ¿puede un no creyente defender la esencia de una encíclica que brega por la sostenibilidad ecológica del planeta sin adherirse a una fe cristiana que subyace a sus argumentos? Pienso que sí, que es posible adherirse a lo que el Papa defiende sin comulgar con su doctrina de fe, no solo porque su llamado aborda preocupaciones terrenales, sino porque muchos de sus fundamentos provienen también de una tradición académica ajena al pensamiento escolástico. 

Fue el economista clásico David Ricardo quien ya entrado el siglo XIX trajo a la economía política el problema de la tierra, aquel único factor de producción cuya escasez y finitud da origen a gran parte de la teoría económica actual. Aunque sus preocupaciones no eran ecológicas, el problema era el mismo que ha acompañado a tantos economistas ortodoxos: la escasez del recurso natural y sus consecuencias en la vida del hombre.

Al describir el mundo actual, los argumentos económicos usados en el Capítulo Quinto (sección IV, acápites 192-195) de la encíclica se alinean fácilmente con creencias vertebrales de la teoría economía moderna: los mercados también fallan. Así como en ocasiones son el mejor método para asignar recursos, en otros casos fallan en alcanzar el óptimo social porque los intereses privados se contraponen a la responsabilidad social y ambiental de los agentes. Esto –que los economistas llaman ‘externalidades’ y que el mismo Friedman reconocía– se combate solo con regulación. 

Sorprende que en nuestro medio muchas críticas a esta encíclica no provengan de teólogos o ecologistas, sino de los defensores del modelo neoliberal, la desregulación y el consumismo. El argumento parece ser que el crecimiento económico a todo vapor permitirá que espontáneamente aparezcan tecnologías verdes que desvirtúen las amenazas ecológicas de las que el Papa nos alerta: la tecnología de combustibles fósiles contaminantes, el calentamiento global, el empobrecimiento de la biodiversidad, la polución desenfrenada de ríos y ciudades, entre muchas otras calamidades cuyo origen está en las actividades extractivas del hombre. Se ha llegado a decir que solo la extracción informal daña el planeta. 

Una de las principales críticas del Papa va contra la “cultura del descarte”, la que deviene de una posmodernidad plagada de seres cuyas relaciones humanas se han vuelto tan efímeras y desatendidas que son presa de una creciente indiferencia. De allí que la indolencia hacia el planeta sea un simple sucedáneo de lo anterior. 

En materia educativa, siempre me he preguntado qué pasaría si el discurso que asocia el consumo, la posesión y el acopio con el ejercicio de la libertad, reorientara la idea de libertad hacia la construcción de un sujeto autónomo capaz de imponer sus propios límites sobre lo necesario y lo suficiente. Uno que valore la austeridad y privilegie el mundo interior, cuyo motor de vida se plasme en aquella máxima de Nelson Mandela en la que tu existencia se justifica solo en la medida en la que hayas sido capaz de “dejar el planeta un poco mejor de como lo encontraste”.

Quizá todo esto sea solo una confrontación más entre razón y dogma. Podemos hacer caso al razonable llamado de Jorge Mario Bergoglio para “aminorar la marcha” y repensarnos; o podemos, también, defender a ciegas el sacrosanto modelo de crecimiento económico actual hasta asfixiarnos todos con nuestra propia productividad. ¿Cuál escogeremos?