De anticandidato a presidente, por Esteban Valle Riestra
De anticandidato a presidente, por Esteban Valle Riestra

“De tanto citar a Nicomedes acabaron peleando por décimas”, se le escuchó decir a Raúl Vargas la mañana siguiente al 5 de junio. Una ilustración que resume un resultado alcanzado con angustia y en el fondo cargado de ironía. 

Pedro Pablo Kuczynski (PPK) llegó a la segunda vuelta por un golpe de suerte con la salida de Julio Guzmán, hizo campaña con un partido sin cohesión y peleó contra una candidata a la que en el 2011 elogiaba. Más aun, ganó con amplia mayoría en las regiones del sur andino.

Se viene discutiendo cuál fue el hecho que inclinó la balanza a favor de Kuczynski en las últimas dos semanas de campaña, como el endose de Verónika Mendoza, la performance del último debate, la denuncia contra Joaquín Ramírez, entre otros. Por ello, propongo en esta columna una mirada más allá de las anécdotas, hacia el –quizá– factor de fondo más importante de la segunda vuelta y que empieza a formar parte de la definición de las características particulares de la política en el Perú.   

Siendo la segunda elección en la que Keiko Fujimori es derrotada en el balotaje, es necesario considerar al fujimorismo como el factor que divide al país electoralmente hablando. La política peruana en esta década se mueve con mayor efectividad a través de las identidades ‘anti’, más que sobre un conjunto de posiciones ideológicas definidas. 

Hay valores u orientaciones políticas identificables, sin embargo, tomando prestadas ideas de Carlos Meléndez, van más allá del espectro izquierda-derecha y poseen en adición un eje transversal en relación con las instituciones democráticas. En concreto, el fujimorismo representaría para sus detractores una tendencia neoliberal, similar a la de PPK, pero a la misma vez autoritaria, que no respeta la división de poderes.

Sobre este antifujimorismo, llama la atención su firmeza y constancia en la campaña: desde febrero a junio se mantuvo inamovible un promedio por encima del 40% de personas que respondían que definitivamente no votarían por Fujimori; proporción solo superada por Alan García en la primera vuelta, y que en la segunda se mantuvo siempre diez puntos por encima del antivoto hacia PPK. 

Es precisamente en el sur del país donde la tendencia hacia el antifujimorismo encuentra menos filtros para aparecer y manifestarse, y fue notoria al poner sobre el mapa los resultados finales. Para explicar la discordancia del voto en el sur respecto al resto del país se suelen escuchar interpretaciones basadas en las diferencias económicas y sociales, incluso algunas retroceden a la Colonia o se dirigen hacia las deficiencias en la educación. 

La razón sería estrictamente política: una opción de rechazo al statu quo, que podría leerse como una opción antisistema o legítimo rechazo al modelo económico. Pero el vuelco de los votos del sur hacia PPK hace evidente la presencia de la variable institucional en el cálculo para diferenciar dos opciones similares.  

En retrospectiva, queda la sensación de que en el juego de posicionarse como la mejor opción en contra del fujimorismo cualquiera de las opciones pudo ganar. Muy probablemente Guzmán si se libraba de la tacha, Mendoza de haber resistido con mayor determinación, o Barnechea dejando sus ademanes aristocráticos. 

Pero sostener una campaña es muy distinto a gobernar. Las posiciones ‘anti’ quedan de lado para buscar consensos, en especial cuando el Ejecutivo y el Congreso son tomados por partidos distintos. Los voceros de PPK ya han manifestado que se sienten más cómodos de pactar con el fujimorismo que con la izquierda, con la que tienen más diferencias. En esas circunstancias también podrán citar a Nicomedes: “guitarra llama cajón”.