¿Autoridad autónoma? ¿Cuál?, por Walter Albán
¿Autoridad autónoma? ¿Cuál?, por Walter Albán
Walter Albán

De poco sirvió que las circunstancias del país nos demostraran hasta la saciedad que la corrupción nos ha invadido de manera monumental. El gobierno ha optado, finalmente, por frustrar el proyecto de una autoridad autónoma de transparencia, capaz de acabar con las enormes resistencias que aún campean en el Estado cuando se trata de actuar con transparencia y brindar la información que se solicita. 

Son innumerables los casos en los que la administración se niega a entregar la información, escudándose en el equivocado –cuando no doloso– argumento de que se trata de cuestiones “reservadas”. Sobran reportes hechos por entidades especializadas que confirman lo dicho. Así, quienes son rechazados en su pretensión informativa, se ven obligados a acudir al Poder Judicial para intentar, a través de procesos que pueden alcanzar fácilmente los tres años, revertir tal negativa, conforme da cuenta el Informe N° 165 de la Defensoría del Pueblo.

No cabe duda de que el Perú dio un paso trascendental cuando, en el 2001, el gobierno transitorio del presidente Valentín Paniagua aprobó las primeras normas para hacer efectivo el derecho fundamental a conocer toda información que obra en poder del Estado, exceptuándose razonablemente algunos escasos supuestos vinculados a ámbitos como la intimidad o la seguridad nacional. Un conjunto de normas posteriores, dictadas con el mismo propósito, no ha conseguido sin embargo desterrar la lógica secretista con la que con frecuencia actúa el Estado, como ocurre a todas luces hoy con la Municipalidad de Lima Metropolitana.

La experiencia demuestra que la tarea se encuentra inconclusa y que, para revertir la situación descrita, resulta indispensable contar con una autoridad independiente, capaz no solamente de sancionar a quienes se niegan a cumplir la ley, sino de desestimar cualquier calificación arbitraria de información bajo reserva, orientada más bien a mantenerse al margen del escrutinio de los medios y de la ciudadanía. Es por esa razón que desde pocos años atrás se fue gestando el consenso para crear esta autoridad autónoma, coincidiendo en ello tanto la sociedad civil como las diferentes instituciones estatales participantes en la Comisión Nacional Anticorrupción (CAN).

Así lo entendió también durante la campaña electoral el entonces candidato Pedro Pablo Kuczynski, quien comprometió en su plan de gobierno la creación de esa entidad. Más recientemente, la Comisión Presidencial de Integridad planteó lo mismo, coincidiendo luego en ello la comisión de expertos constituida por la ministra de Justicia, que elaboró el proyecto del decreto legislativo para darle vida. 

¿Qué ocurrió entonces para que se produzca un resultado tan absurdo como el de crear una autoridad “autónoma” dependiente de un viceministerio y sin capacidad real para sancionar o, menos aun, rechazar reservas injustificadas? Podemos ensayar diferentes respuestas, pero una de ellas sin duda encuentra profundas raíces en nuestra historia: la secular tendencia de quienes ejercen el poder para no hacer totalmente visible su actuación, desconociendo que la clave para generar confianza ciudadana y contar con el mejor antídoto para prevenir el cáncer de la corrupción la constituye tanto la transparencia como el pleno acceso a la información pública. La coyuntura que vivimos hace evidente que hubiera resultado mejor optar oportunamente por políticas preventivas, antes de tener que acudir hoy a instituciones debilitadas y poco articuladas, para tratar de impedir la impunidad, cuando ya se produjo el enorme daño infligido al patrimonio y a la moral del país.

Los pretextos de siempre no encuentran asidero. “No más burocracia y gastos innecesarios”, se dice. Lo primero se contesta solo: ¿para qué crear entonces una nueva dirección en el Ministerio de Justicia? ¿Acaso no es eso más burocracia? Acerca de lo segundo, cabría recordar la obra de Alfonso Quiroz sobre la corrupción en el Perú, cuando afirma que históricamente la corrupción ha representado un promedio de entre 3% y 4 % del PBI. Y, si un crecimiento autosostenido demanda una media de crecimiento anual del PBI de entre 5% y 8 %, entonces nuestro país ha perdido o distribuyó mal alrededor del 40% a 50% de sus posibilidades de desarrollo. La autoridad autónoma habría sido, pues, la vacuna, pero el gobierno ha decidido por ahora ahorrarse ese gasto para cubrir los costos de la enfermedad, largamente superiores y con un resultado mucho menos eficiente.