"Es la oportunidad perfecta para escalar la pendiente del U-bend y ser un país no solo más maduro, sino también más feliz". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Es la oportunidad perfecta para escalar la pendiente del U-bend y ser un país no solo más maduro, sino también más feliz". (Ilustración: Giovanni Tazza)

Hace una semana cumplí 46 años y releí un artículo –”The U-bend of life”, de la revista “The Economist”– que afirma que después de cierta edad (46 en promedio) los humanos somos más felices conforme nos hacemos mayores. El entusiasmo inicial de la adultez a los veinte suele ir decayendo hasta tocar fondo en la crisis de la mediana edad. La mía coincidió con la muerte de mi padre, mi divorcio, un par de decepciones empresariales y un redescubrimiento vocacional que ya me tiene en el lado ascendente de la curva. Pero la descripción de ese trayecto vital no solo me resuena en lo más íntimo; cuando se acerca el no puedo evitar pensar que ese sea talvez también el sino del .

El país no nació en 1821: la fue, digamos, su mayoría de edad. Probablemente el Perú nace con los primeros mestizos: Francisca Pizarro, el Inca Garcilaso o mi antepasada Guiomar de Grado Maldonado, hija de la coya Catalina Páucar Ocllo, así como millares de anónimos peruanos primigenios concebidos entre amor, bastardía y violación.

No es banal la complejidad de esta génesis. Apasionada y violenta, grandiosa y conflictuada: no eran personajes ni culturas cualesqueira sino dos imperios majestuosos con sus improbables líderes y sus propios líos intestinos. Luego vinieron a recalar a esta cuna de la civilización migraciones tan remotas como efervescentes: africana, china, etc. El Perú es, pues, enorme mucho más allá de su extensión. En él conviven (casi) todos los climas, (casi) todas las especies y (casi) todas las culturas que se necesitarían para refundar el mundo. Eso nos hace también un país acaso contradictorio, muchas veces ingobernable. Como las personas geniales, los países extraordinarios no necesariamente tienen recursos emocionales para lidiar consigo mismos. Se hunden, deprimen, entusiasman desbocadamente, pierden el rumbo. Pero cuando logran encaminarse y florecer, son formidables.

Si el Perú fuera una persona se parecería más al genial Mozart que al aplicado y esforzado Salieri, su eterno y envidioso rival. Cierta narrativa tecnócratica ha cometido la torpeza de querer emular a algún vecino Salieri, pero encausar así nuestros desarreglos mozartianos implicaría perder toda nuestra grandeza.

La independencia nos llegó a los 300 años de edad espiritual, no precisamente en la cúspide de la sensatez (tampoco para la gente común un DNI es certificado de madurez). La teoría del U-bend sugiere que la maduración lineal no es la regla humana general, mucho menos para personalidades geniales. Seis generaciones me separan de mis ancestros de la independencia. Pero solo tres grados de conocimiento: yo conocí a mi abuelo Jorge, él a su abuelo Juan Pío, y éste al suyo. Animales longevos como ciertas ballenas, tiburones y tortugas están vivos hoy con nosotros y lo estuvieron también hace dos siglos. En perspectiva –y a los países hay que mirarlos así— una sola vida (longeva) tal vez no sea suficiente para que un Mozart convertido en país alcance la madurez. ¿O sí?

En “Incógnito: las vidas secretas del cerebro”, David Eagleman explica que las alternativas para la toma de una decisión no solo compiten entre sí, sino que conforman subsistemas diferenciados localizados en distintas zonas del cerebro. Así ocurre también entre los impulsos que confrontan hoy a los peruanos. En la ad portas el Perú decidirá si opta por tratar de superar su propia crisis de la mediana edad –que le tocó con enfermedad, decadencia moral, ruina económica– a través de un voluntarismo pseudojusticiero e inmaduro, o de un amargado y regresivo conservadurismo. La reconciliación del Perú consigo mismo exigiría compatibilizar estos extremos en una opción de convivencia respetuosa, pluralista, liberal.

La disyuntiva no es menor. La pospandemia traerá un gran auge económico coincidente con la duplicación en las próximas décadas del PBI chino, con toda la demanda por nuestros productos que eso implica. A nivel interno, el “bono demográfico” es la estructura poblacional potencialmente más productiva, que durará unos 20 años. Es la oportunidad perfecta para escalar la pendiente del U-bend y ser un país no solo más maduro, sino también más feliz.