"Nuestra transformación hacia un Estado moderno requiere de una combinación de políticas muy peculiar, que estimule la productividad de nuestras empresas y simultáneamente provea a nuestra fuerza laboral de una protección social". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Nuestra transformación hacia un Estado moderno requiere de una combinación de políticas muy peculiar, que estimule la productividad de nuestras empresas y simultáneamente provea a nuestra fuerza laboral de una protección social". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Alfredo Thorne

Una preocupación recurrente de los economistas es cómo lograr el cambio estructural, definido ampliamente como un crecimiento económico sostenido que extienda el bienestar a los segmentos de menores ingresos. El Banco Mundial es, quizás, la institución que más ha ahondado en esta discusión, pues ha dedicado muchos recursos a descubrir qué combinación de políticas le permiten a un país alcanzar el ansiado cambio estructural. Las recientes protestas en Chile, una economía aparentemente muy exitosa, nos llama a pensar en cómo lograr este propósito.

El Consejo Privado de Competitividad (CPC) y el Ministerio de Economía (MEF) han elaborado extensos documentos donde describen las medidas necesarias para hacer que la economía sea más competitiva. El CPC propone 77 medidas; y el MEF, 84. Aun cuando su objetivo central es aumentar la competitividad, es decir, la eficiencia relativa a otras economías, de ambos documentos se extrae la noción de que dichas medidas son consideradas necesarias para producir un cambio estructural. Sin embargo, vale la pena preguntarse si son las políticas adecuadas para lograr dicho cambio o al menos enrumbarnos hacia él.

Ambos estudios se basan en dos marcos conceptuales: en el Índice de Competitividad Global (IGP) que calcula el Foro Económico Mundial (FEM) para 141 economías; y en la Productividad Total de los Factores (PTF). Aun cuando ambos están sólidamente anclados en la teoría económica, podrían resultar en recomendaciones de política que no logran inducir el ansiado cambio.

Los componentes del IGP, que solemos usar para identificar nuestras fortalezas y debilidades en relación a otros países, pueden ser muy útiles como instrumentos descriptivos. Sin embargo, no hay que olvidar que la contribución al crecimiento económico de estos componentes se derivó de modelos diseñados para economías desarrolladas, por lo que podrían no tener validez predictiva para economías como la nuestra. Algo similar ocurre con la PTF, que se basa en la teoría neoclásica de la producción. Esta sostiene que el aumento de la producción se puede descomponer en la contribución de capital, trabajo y la PTF; esta última, a su vez se descompone en la innovación tecnológica, y la eficiencia con que se combinan el trabajo y capital.

El problema surge cuando usamos este marco para descomponer la tasa de crecimiento del PBI, nuestro estimado de producción. Lamentablemente, nuestras estadísticas no nos permiten calcular correctamente ninguno de los componentes: por ejemplo, no tenemos información confiable del acervo de capital, y muy parcial del trabajo. El resultado es que la PTF termina siendo un residuo que incorpora todos los errores de cálculo.

Entonces: ¿con la ayuda de qué guía deberíamos identificar los factores que inducen el cambio estructural? En mi opinión, lo más sensato es que las políticas acompañen el rápido crecimiento inclusivo por el que ha pasado el Perú en los últimos 25 años. En primer lugar, está la formalización. Por ejemplo, de llegar a los niveles de formalización de Chile, nuestro PBI per cápita podría hasta duplicarse. Está también el éxito de la reforma educativa, que ha permitido que los ingresos de las familias dependan directamente del nivel educativo de nuestros trabajadores, es decir, de su productividad. A estas les sigue la gran urbanización que ha generado una mayor disponibilidad de mano de obra en zonas urbanas, lo cual resulta en una gran contribución de la fuerza laboral al crecimiento que no ha sido captada por los cálculos de la PTF.

Nuestra transformación hacia un Estado moderno requiere de una combinación de políticas muy peculiar, que estimule la productividad de nuestras empresas y simultáneamente provea a nuestra fuerza laboral de una protección social que les permita compensar por los riesgos de enfermedad, desempleo o envejecimiento; y que sea portátil, es decir, que esté anclada al trabajador, y no al puesto de trabajo, como prevalece en nuestra legislación. Resulta paradójico que, después de tantos años de crecimiento sostenido, solo 3,8 millones de trabajadores de un total de 17 millones de la fuerza laboral cuentan con este tipo de protección. Parece inverosímil pensar, como algunos colegas lo han planteado en algunos medios, que porque en el Perú existe más informalidad estamos protegidos de que surjan protestas como las de Chile. Al contrario, lo de Chile debería servir como una llamada de atención de que la complacencia es nuestro peor enemigo y no nos sobra el tiempo para experimentar con medidas cuyo impacto es dudoso.