(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Patricia Castro Obando

“Bianlian”, o el arte de cambiar diez máscaras en veinte segundos, es el recurso teatral más deslumbrante de la Ópera de Sichuan. Frente al público, el artista oculta su rostro detrás del abanico, una manga o la capa, por apenas unos instantes, o simplemente sacude la cabeza para que aparezca otra máscara. Deslucida ante las coloridas caretas de seda fina, su propia cara pasa desapercibida cuando aparece al final.

En estos tiempos todo debe encajar en la Iniciativa de la Franja y la Ruta –que apunta a fortalecer los vínculos de infraestructura, comercio e inversión entre China y otros 65 países–. Desde que Xi Jinping lanzó este programa en el 2013, un abanico de instituciones académicas y gremios empresariales en China han desplegado los mejores rostros de esta iniciativa en seminarios y foros, cada uno más dinámico y vistoso que el anterior.

Para China, la iniciativa es una estrategia de desarrollo, dentro y fuera del país. Tanto la infraestructura como la conectividad contribuyen a impulsar el crecimiento de las regiones chinas poco desarrolladas del oeste, pero también a exportar el exceso de capacidad industrial (el sector de la construcción sigue en caída libre) de la zona este. Generar empleo es el primer mandamiento del partido.

Basta un giro de cabeza para comprobar que la iniciativa trasciende la cooperación económica y el intercambio comercial y abarca las relaciones internacionales, la diplomacia y la geopolítica. No solo puede convertir a China en el prestamista internacional más conectado del planeta (y ya sabemos cuál es el arte del prestamista), sino que su nueva estrategia asertiva que ha dejado en la sombra a su antigua política de bajo perfil consolidará su influencia global.

Para Latinoamérica, la iniciativa se traduce esencialmente en futuros proyectos de conectividad en infraestructura, a través de carreteras, ferrocarriles, puertos y oleoductos. Con el anuncio de la Ruta de Seda Marítima Transpacífica, un nuevo tramo orientado a los países de América Latina y el Caribe, se busca encarrilar a la región con dirección al programa chino.

Las otras caras del prestamista están apareciendo en escena. Es el caso de aquellas naciones imposibilitadas de devolver los préstamos chinos y su urgencia por renegociar sus deudas, incluso en condiciones perjudiciales. Le ha sucedido a Sri Lanka que para aliviar su carga acaba de arrendar por 99 años su estratégico puerto de Hambantota a China. Historias similares las pueden contar Pakistán, Malasia, Myanmar, Maldivas, Tonga y el bloque africano, que tampoco es cuento chino.

El arte de un prestamista consiste en quedarse con una garantía que tiene más valor que el monto otorgado. El temor de los países prestatarios es caer en el hipotético círculo chino –banco chino, crédito chino, empresa china, mano de obra china, materiales y recursos chinos– que minimice la transferencia tecnológica y la creación del empleo local.

Que la iniciativa china –o lo que alcancemos a percibir hasta hoy debido a la rapidez del cambio de máscaras– es una propuesta que podría (en condicional simple) beneficiar a Latinoamérica, no cabe duda. Pero así como en la Ópera de Sichuan, hay que observar todas las caras de la iniciativa antes de seguir aplaudiendo.

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