Víctor García-Belaunde Velarde

La curiosidad pudo haber matado al gato, pero a mí me salvó la vida. Desde niño estuve interesado en saber cómo funcionaba el mundo, qué eran las estrellas, por qué el cielo era azul y se tornaba naranja al atardecer. Pasaron muchos años antes de descubrir que las estrellas eran soles que estaban tan lejos que solo aparecían como puntos luminosos en el cielo nocturno.

En ese momento comprendí que el espacio exterior era miles de millones de veces más grande que la Tierra. Vivía fascinado con los cohetes que eran capaces de llegar a la Luna y los sumergibles que exploraban las profundidades del océano. Soñaba con viajar en el tiempo. Retroceder para conocer a los dinosaurios o avanzar lo suficiente como para explorar nuestra galaxia a bordo de naves que aún no habían sido inventadas. Todavía no existían ni Google ni Internet y la manera de aprender era navegar por los libros que hablaban de pulpos gigantes y extraterrestres que nos vigilaban cruzando el espacio interestelar en platillos voladores. ¿Todo eso era verdad? ¿Cómo puede un niño distinguir entre ficción y realidad?

Los cursos escolares de se centraban en memorizar fórmulas y procesos como el de la fotosíntesis, pero no abordaban los misterios que alimentaban mi curiosidad. Descubrí que no existían los pulpos gigantes, pero sí los calamares gigantes. Que era imposible viajar al pasado, pero sí al futuro sin posibilidad de volver. Y que para distinguir entre lo real y lo ficticio hacía falta adquirir una manera de pensar basada en la mejor evidencia disponible. En las columnas de sobre ciencia y tecnología encontré lo que venía buscando: evidencia sólida que fundamentara las teorías científicas y las distinguiera de la charlatanería pseudocientífica.

Gracias a la lectura de sus artículos divulgativos escritos en un lenguaje sencillo, comencé a desarrollar los criterios necesarios para separar el grano de la paja. Descarté las ‘teorías’ ufológicas y conspirativas que defendían los magufos, para adquirir conocimientos verdaderamente extraordinarios porque eran reales, como el hecho de que todo el universo comenzó siendo del tamaño de un átomo, que el tiempo corre a diferentes ritmos en otros mundos, que las computadoras pueden llegar a pensar como si fueran personas y que la ingeniería genética nos puede hacer inmortales.

Gracias a Tomás Unger celebré que la realidad superara a la ficción y que el mundo podía ser un lugar mejor gracias a la ciencia y la tecnología. No podía quedarme de brazos cruzados. Acabando la universidad, comencé un programa en YouTube llamado la “Manzana escéptica”, donde tuve la fortuna de entrevistar a Unger sobre los mitos del cambio climático, un tema aún polémico en la actualidad. Era un hombre cálido, amable e inspirado por el conocimiento. Años después, cuando publiqué “La genética de Dios”, mi primer libro en el Perú sobre la viabilidad moral de la ingeniería genética, no dudé en mandárselo. Era un honor que el primer divulgador científico del Perú lo leyera, pues fue él quien me inspiró a trabajar en proyectos por la popularización de la ciencia, pero me di con la grata sorpresa de que le dedicó todo un artículo. Nunca tuve la oportunidad de agradecerle en persona lo mucho que me había ayudado con esa nota.

Gracias a él, muchas personas han resuelto misterios, corregido ideas falsas y optado por una carrera científica. El trabajo de Tomás Unger es una inspiración y un modelo de cómo exponer los temas científicos al alcance de todos. Desde aquí mi eterno agradecimiento y compromiso a continuar con su labor de divulgar ciencia en medio de esta tormenta de noticias falsas, pseudociencia y desinformación.

Víctor García-Belaunde Velarde es psicólogo, filósofo y eticista