Cipriani, los derechos y los referendos, por C. de la Puente
Cipriani, los derechos y los referendos, por C. de la Puente
Carlos de la Puente

De manera reiterada, el cardenal Juan Luis Cipriani ha pedido ante la opinión pública que la decisión sobre la legalización del aborto y del matrimonio homosexual se tome a través de un referendo y, de manera reiterada también, sus críticos le han respondido que los derechos fundamentales no deben ser objeto de una consulta popular. Es un debate que ha tenido lugar en otros países. Conservadores opuestos al reconocimiento legal de nuevos derechos (por ejemplo, de las mujeres o de las minorías sexuales) creen que la voluntad popular, expresada en un referendo, siempre les será favorable. Mientras que los que quieren que esos derechos sean parte del orden legal piensan que una elección popular no es el camino para una decisión sobre estas cuestiones.

¿Pero qué tan cierto es eso de que ciertos derechos, incluso los llamados derechos fundamentales, no pueden ser sometidos a su aprobación en una elección? Los que se oponen a que se someta a consulta popular la legalización del aborto o el matrimonio homosexual suelen decir, entre otras cosas, que en una elección la mayoría de la gente actúa emotivamente y los derechos fundamentales no pueden estar sujetos al capricho de impulsos irreflexivos.

No es una contradicción, sin embargo, defender una moral sostenida en el principio de la dignidad de los seres humanos –y, por lo tanto, de ciertos derechos fundamentales– y defender al mismo tiempo la idea de que esos derechos, y cualquier cambio importante en las leyes, puedan ser objeto de consulta popular. Más bien, en el terreno de la filosofía política, hay quienes, preocupados por la distancia que en las sociedades modernas separa al gobierno de sus ciudadanos (por la brecha grande que parece haber entre las decisiones de los estados y la voluntad de la personas y partiendo también de una creencia en la dignidad humana como el valor más importante), creen que las democracias deben idear mecanismos para consultar a los ciudadanos con más frecuencia acerca de las decisiones importantes (como pueden ser los referendos o las revocatorias de autoridades). 

Pero esta idea –llamada a veces en la jerga de la teoría política “democracia fuerte”– tampoco debe confundirse con el espíritu que parece mover al cardenal o con los motivos tramposos que tuvieron los revocadores de Susana Villarán. Porque ni Cipriani ni los que quisieron vacar a la ex alcaldesa actúan movidos por una preocupación democrática. En ambos casos son consideraciones oportunistas, a saber, apoyarse en una coyuntural ventaja estadística para sacar adelante una agenda política. 

Los que creen en la democracia fuerte, por el contrario, proponen que decisiones importantes, incluso derechos fundamentales, sean sometidos a referendos sucesivos, una misma ley a dos o tres elecciones, para que el proceso de consulta sea, precisamente, un proceso de educación cívica y de prolongada discusión ciudadana.
Los que hoy defienden la legalización del matrimonio homosexual y del aborto (no del confuso y contradictorio “aborto por violación” sino del aborto a secas) no deberían temerle tanto a los referendos.

Es cierto que en referendos donde las únicas opciones son marcar Sí o No, la gente puede actuar movida por prejuicios o supersticiones. Pero tampoco hay que ser tan pesimista respecto a la posibilidad de que un público bien informado llegue a decisiones que podemos considerar más racionales tras un período más o menos largo de discusión pública. Después de todo, los que hoy defienden la moralidad del matrimonio homosexual y del aborto no solo quieren persuadir a un pequeño grupo de congresistas o de jueces. Quieren, más bien, para usar un lugar común, ganar la batalla en las mentes y los corazones de la mayoría. Y esa victoria no aparenta tan lejana como el cardenal parece creer.