(Ilustración: Rolando Pinillos)
(Ilustración: Rolando Pinillos)
Héctor López Martínez

La versátil y donosa pluma de Pedro Paz Soldán y Unanue (Juan de Arona) comparaba nuestra agricultura costeña con la Venus de Milo, “porque carecía de brazos”. Por esta razón, cada vez más angustiosa, el 17 de setiembre de 1898, durante del gobierno de Nicolás de Piérola, se autorizó mediante decreto supremo firmado por el jefe del Estado y el ministro de Justicia, José Jorge Loayza, “la inmigración de operarios japoneses”, de acuerdo con el contrato celebrado entre la empresa Morioka y Cía., del , y los agricultores del país. Este personal se obligaba a laborar en las haciendas costeñas del Perú durante cuatro años, percibiendo un jornal fijo de 10 centavos por hora de trabajo, y los propietarios, entre otras cosas, debían proporcionarles el pasaje de regreso a su país al finalizar su compromiso.

Esta inmigración se planeó minuciosamente. El primer contingente de trabajadores (832) zarpó del puerto de Yokohama en el vapor mercante Sakura Maru, especialmente fletado por la empresa Morioka. Los arreglos finales estuvieron a cargo de Augusto B. Leguía –a nombre de los hacendados azucareros– y de Teikichi Tanaka, agente de Morioka. Por cada 50 inmigrantes venía un inspector “con el objeto de dirigirlos en los trabajos haciéndolos cumplir las órdenes superiores que recibían”. Dichos inspectores eran, en su mayoría, jóvenes universitarios japoneses que hablaban perfectamente el idioma inglés. Con ellos venía también una experimentada enfermera.

El 3 de abril de 1899, hace 120 años, el Sakura Maru echó el ancla en el Callao. Fue visitado inmediatamente por el corresponsal de El Comercio en el primer puerto, que recibió una magnífica impresión al tomar contacto con los inmigrantes. “Son en su mayor parte jóvenes de 20 a 30 años. Robustos y sanos –informaba– su fisonomía revela inteligencia y todos parecen estar muy contentos, pues vienen voluntariamente, habiendo sido escogidos entre lo más competente para trabajos de agricultura”. La nota concluía con esta observación: “Son notables los hábitos de limpieza que predominan en los inmigrantes”.

Mas no todos estaban destinados a trabajar en el campo. Había un pequeño contingente de jóvenes de modesta condición económica que tenían estudios equivalentes a nuestra secundaria, “que deseando conocer mundo y abrirse camino por su propio esfuerzo” aceptaban trabajar en el Club de la Unión desempeñando labores manuales. Solo estos desembarcaron en el Callao, ya que los demás colonos, perfectamente uniformados “con pantalón y chaqueta azul de género de algodón y un sombrero de paja con la letra M, inicial de la empresa contratista”, continuaron viaje rumbo al norte para descender a tierra en puertos y caletas próximos a las haciendas a donde iban destinados.

A 120 años del arribo del Sakura Maru, el balance de la , iniciada a postrero del siglo XIX y continuada en las primeras décadas del XX, no puede ser más positivo. Esos inmigrantes son los ancestros de la comunidad peruana que tantas cosas singularmente importantes y buenas ha venido aportando a través del tiempo en el ámbito de las ciencias, letras, arte, economía, industrias, gastronomía, etc.

Don Aurelio Miró Quesada Sosa, que conocía y valoraba la cultura nipona, escribió: “Lo más admirable del Japón es cómo ha podido unir, como pocos países del mundo, lo tradicional y lo moderno. Bajo el estruendo de las máquinas se escuchan las voces del espíritu, el culto de los antepasados, el llamado de un código moral que enseña el camino de la honra, del ascetismo y del trabajo”.