El cóndor y sus gallinazos, por Santiago Roncagliolo
El cóndor y sus gallinazos, por Santiago Roncagliolo
Santiago Roncagliolo

El argentino Carlos Alberto Maguid fue secuestrado en Lima el 12 de abril de 1977. Al momento de su captura, gozaba de asilo político en el país, trabajaba en la Universidad Católica y esperaba su segundo hijo. Según el diario argentino “Página 12”, en un paradero de Petit Thouars con Javier Prado, cuatro oficiales del Ejército Peruano metieron a Maguid en un Volkswagen blanco y lo llevaron al Ministerio de Guerra, donde lo esperaban sus paisanos militares. Está poco claro si fue ejecutado en el Perú o llevado a Argentina. Solo sabemos que nunca conoció a su hijo.

Las montoneras María Inés Raverta y Noemí Esther Gianetti de Molfino fueron secuestradas tres años después, el 12 de junio de 1980, en Miraflores. A la primera se la llevaron a plena luz del día del parque Kennedy. A la segunda, la sacaron a rastras del departamento que ocupaba en la calle Madrid. Ambas fueron llevadas por soldados peruanos al recreo militar de Playa Hondable, 50 km al norte de Lima, y entregadas a militares argentinos. Su sesión de torturas incluyó descargas eléctricas en la vagina, ahogamientos en el mar, palizas y un suplicio al estilo Túpac Amaru con vehículos en vez de caballos. Después, Raverta fue expulsada del país en la frontera con Bolivia. Nunca más se supo de ella. A Molfino la pasearon un poco más: su cadáver apareció semanas después en un hotel de Madrid.

El presidente peruano de entonces, general Francisco Morales Bermúdez, ha sido condenado esta semana a cadena perpetua por un tribunal italiano debido a su participación en la Operación Cóndor. Así se llamó a la coordinación de las dictaduras sudamericanas de los años setenta para ayudarse entre ellas a perseguir –y borrar del mapa– a sus enemigos políticos. Frecuentemente, ciudadanos chilenos, argentinos, paraguayos, bolivianos, brasileños o uruguayos cruzaban a países vecinos para escapar de la represión. En respuesta, sus gobiernos militares se organizaron para intercambiar información y permitirse acceso mutuamente a sus territorios.

En teoría, el plan estaba diseñado para combatir a guerrilleros. Pero la mayoría de los desaparecidos de esas dictaduras –al menos 50.000 en total– no estaba involucrada en hechos de sangre. Cualquier crítico de esos gobiernos era considerado un enemigo en una guerra.

El tribunal encuentra al general Morales Bermúdez culpable, junto con otros siete militares de cuatro países, de participar en el secuestro y asesinato de 42 personas, entre ellas 20 argentinos con pasaporte italiano, en el marco de ese plan. 

El general admite los hechos. En el libro de Ricardo Uceda “Muerte en el pentagonito”, confiesa que fue informado y decidió “capturar y extrañar” a montoneros como Raverta. En el mismo libro, admite su responsabilidad otro de los condenados peruanos, el general Pedro Richter Prada, ex comandante general del Ejército, ex presidente del Consejo de Ministros y ex ministro de Guerra. Sin embargo, Morales Bermúdez se ha mostrado consternado por la condena a cadena perpetua. Según él, ningún documento oficial demuestra que el Perú formase parte de la Operación Cóndor.

Su descargo es tan retorcido que casi resulta cómico. Evidentemente, no hay documentos oficiales. Los dictadores no acudieron a un notario a dar fe de sus intenciones. Nadie publicó en los boletines del Estado la lista de desaparecidos. Con el mismo argumento, se habría librado Pinochet.

Sin embargo, los propios acusados han aceptado, muchos periodistas han investigado y la propia Central de Inteligencia de Estados Unidos ha certificado los hechos sin lugar a dudas: el gobierno del general Morales Bermúdez cooperó con otra dictadura en crímenes contra los derechos humanos, permitiendo el ingreso de oficiales extranjeros en territorio nacional, apoyando la persecución de civiles a balazos por las calles de Lima, facilitando la tortura en instalaciones del Estado Peruano y ocultando la desaparición forzada.

Eso es la Operación Cóndor. A María Inés Raverta, mientras le metían una picana en los genitales, nadie le preguntó: “¿Bajo qué convenio desea ser masacrada? ¿Le gusta Cóndor o prefiere una desaparición estándar?”.

La familia del general Morales Bermúdez ha recordado que su padre no fue un asesino como los regímenes militares del cono sur de esa década. Por el contrario, su gobierno convocó elecciones y facilitó un regreso civilizado del Perú a la democracia. Es verdad. Afortunadamente, la suya no fue una dictadura atrozmente criminal. Pero lamentablemente, colaboró con las que lo eran. Puedes ser un trabajador honrado, un estupendo padre de familia y un benefactor de la comunidad. Aun así, si eres cómplice de un crimen, solo uno, a pesar de todas tus cualidades, tienes que ir a la cárcel.

Ahora bien, la cárcel no le tocará a Morales Bermúdez. Las formas legales lo amparan. Ha sido juzgado en ausencia, algo que la normativa peruana prohíbe, y a ningún Estado le gusta entregar a sus ciudadanos a tribunales extranjeros, menos aún si son mayores de 90 años. Mientras al general no le dé por hacer turismo en Roma, no parece que deba preocuparse por esta sentencia.

El sentido de su condena está más en el futuro que en el pasado. Pretende transmitir un mensaje a los gobernantes que se sientan tentados a pisotear los derechos humanos: podrán ser juzgados. Siempre. Incluso después de cuarenta años. Incluso a doce mil kilómetros. Incluso si solo mataron poquito o ayudaron a matar poquito, si no fueron cóndores sino gallinazos.

Sin duda, es un mensaje incómodo para el general y sus parientes. Pero es una noticia muy buena para la democracia peruana. Y para todas las demás.