(Foto: Rolly Reyna / Archivo)
(Foto: Rolly Reyna / Archivo)
Carlos Enrique Freyre

Pocos peruanos saben en la actualidad quién es Segundo Soto Paz. Sin señas sobre su vida, este sargento quizás estaba destinado a quedar enmudecido por esa misma selva donde combatió para salvar a otros hombres como él, miembros de la patrulla Roosevelt, del Batallón de Infantería de Selva N° 25 del Ejército. El 26 de enero de 1995, veinte soldados que se encontraban en las elevaciones que circundan el Alto Cenepa fueron atacados por una orquesta de helicópteros Súper Puma, artillería y tropas a pie de las Fuerzas Armadas del Ecuador, lo que resultó ser el desencadenante del último conflicto convencional del siglo XX. 

En menos de una jornada, Segundo Soto Paz había tenido que enterrar a su propio teniente –William Guzmán– y a otros cuatro compañeros; defenderse de un rival que lo superaba ocho veces en número, agotar las balas de su fusil y sus escasas granadas de mano y abrir trochas para evitar los caminos minados sembrados a discreción y sin remordimientos. Dieciocho días después, reapareció en el puesto de vigilancia N° 1 de la cordillera del Cóndor. Para esa fecha, los fuegos ya estaban rotos entre el Perú y el Ecuador, se luchaba con denuedo y las cornetas tocaban marcha de silencio.  

En 1841, casi 154 años antes del cruento episodio de la patrulla Roosevelt, la novísima república del Ecuador comenzó a reclamar como suyas las provincias de Tumbes, Jaén y Maynas con las que el Perú había nacido a la vida republicana en razón a los principios del uti possidetis y el de libre determinación de los pueblos. Al paso de los años, la cerrazón a ese principio fue haciéndose más insalvable. Ni fórmulas, ni acuerdos ni pactos parecían funcionar. 

Como esas desgracias cíclicas a los que nos acostumbramos, parecía que cada principio de año la frontera en común se encendía, a la par que se exaltaban los más acérrimos nacionalismos. En 1860, el mariscal Ramón Castilla desembarcó con 5.000 hombres en Guayaquil. En 1910, nuevamente los combatientes se ponían frente a frente a ambos lados de sus territorios. En 1941, el eficientísimo mariscal Eloy Ureta condujo una moderna operación militar que concluyó con la captura de la provincia de El Oro y la firma del protocolo de Paz, Amistad y Límites de Río de Janeiro. En 1981, nuevamente los dos países se enfrascaron en un conflicto veraniego, conocido como el Falso Paquisha.  

En 1995, esta aniquilante rutina terminó para siempre. Así como Soto Paz, miles de jóvenes oficiales y soldados, se entreveraron gratis en esa extraña maraña de fuego, sudor, valor y heroísmo. Las noticias del frente o las imágenes de los caídos eran nuestro pan diario. Los nombres de quienes fraguaron la integridad del país se difumina en el castigo del tiempo. ¿Nos sirvió? Es fácil aseverar que las guerras no nos sirven. Pero deteniéndonos un poco, el conflicto del Cenepa no fue otro capítulo de la “fábrica de héroes”. Fue el hito final en una historia de desacuerdos sesquicentenarios, de heridas abiertas innecesariamente y que, para bien, hoy tiene un rostro distinto al de esa guerra que no tenía fecha de caducidad: el de la colaboración mutua y la hermandad entre dos países divididos por la nada. 

Los gigantes del Cenepa hoy viven en tantas partes como sus aventuras. Entre camposantos, calles, cuarteles y la vida en común de los peruanos de a pie. Cada febrero sus cuerpos se escarchan de recuerdos. Oyen los nombres de esos lugares a los que no han vuelto: Tiwinza, Cueva de los Tayos o Base Sur. Aunque no todos están donde deben estar. En un lugar de esa frontera, todavía hay hombres que reposan mezclados con las minas. No tienen cruces ni señas. Podrían ser héroes, pero por ahora el único cartel que los señala es el de víctimas.