En defensa de la Defensoría del Pueblo, por Walter Albán
En defensa de la Defensoría del Pueblo, por Walter Albán
Walter Albán

Pocas instituciones en el Estado Peruano han sabido ganar tanta legitimidad como la Defensoría del Pueblo, por su permanente vocación de servicio y total apego al mandato que la Constitución le señala. Desde sus inicios en 1996, cuando asumió funciones su primer titular, Jorge Santistevan de Noriega, ha mantenido su independencia sin aceptar presiones o injerencias.

Asimismo, ha mantenido una completa adhesión a los valores democráticos que inspiran su actuación. Ello ha sido posible a través de la atención de miles de casos, promoviendo y protegiendo derechos, atendiendo delicados conflictos sociales, haciéndose presente allí donde más se le necesita, tanto en sus modestas oficinas distribuidas en todas las regiones como a través de sus equipos itinerantes cuando se trata de llegar a las zonas más alejadas y de difícil acceso.

Al mismo tiempo, sistematizado su experiencia, la Defensoría ha elaborado cientos de informes que permiten entender la complejidad de los problemas que afectan la calidad de vida de los peruanos, particularmente la de los más humildes, formulando a partir de ello recomendaciones concretas a las diversas autoridades concernidas, en la perspectiva de brindar un adecuado procesamiento de tales problemas y encontrarles soluciones duraderas. Sus 18 informes anuales, presentados oportunamente ante el Congreso de la República, dan testimonio, desde el origen, del riguroso cumplimiento de su obligación de rendir cuentas, predicando así con el ejemplo. 

Su actuación, en términos de prioridades y líneas de acción preferentes, ha variado en el tiempo. Así, ha respondido mejor a los retos de una realidad cambiante. Por ello, la atención a las víctimas de la violencia mediante programas especiales como los de comunidades nativas, familiares de personas desaparecidas, niñez abandonada o presos inocentes, entre otros, fue seguida por una firme e indeclinable defensa de la institucionalidad democrática, cuando el autoritarismo campeaba, atropellaba autonomías y castigaba la disidencia. 

Cuando tales circunstancias fueron superadas, centró sus esfuerzos en promover un Estado transparente y moderno, capaz de acabar con la “cultura del secreto” e instalar en su racionalidad y formas de actuación, las denominadas prácticas de buen gobierno. Los contextos fueron evolucionando, pero la constante en esta institución ha sido navegar contra corriente. En efecto, aunque con variada intensidad, los sucesivos gobiernos –a excepción del que encabezó Valentín Paniagua–, con frecuencia han dejado sentir su recelo, desconfianza e incomodidad frente a una entidad que, paradójicamente, no tiene más poder que el de la persuasión, o la de alzar su voz para hacer respetar los derechos ciudadanos, cuando la administración olvida su razón de ser y los transgrede, consciente o involuntariamente. 

A lo largo de su todavía corta existencia, tales actitudes se han traducido en dificultades de todo tipo, reflejadas, por ejemplo, en los reducidos presupuestos que le han sido otorgados en cada ejercicio, obstaculizando su labor. Ello hace todavía más digna de elogio la tarea realizada por ese equipo humano que aún conserva, en esencia, el perfil convocado por Santistevan: joven, física y moralmente, y fuerte por su mística, entrega y convicciones. 

Por todo ello, no resulta trivial la reiterada omisión del Legislativo para elegir al defensor del Pueblo, contrariando así su propio mandato constitucional. Se ha anunciado, sin embargo, que el asunto se abordará y votará muy pronto. Así sea entonces, porque, de concretarse esta elección, no solamente se honraría una deuda que parecía destinada a quedar impaga una vez más, sino que se sentarían las bases para próximas decisiones en el actual o futuro Congreso, que demandan un indispensable acuerdo de voluntades, dejando de lado la exclusiva recurrencia al poder de las mayorías. 

Aprovechar esta oportunidad hace aconsejable para quienes habrán de elegir, tener presente, cuando menos parcialmente, lo anteriormente expuesto. Se trata de garantizar la proyección institucional de una entidad que ha ganado a pulso su reconocimiento. 

Ahora y en el futuro inmediato del país, el rol del defensor del Pueblo resulta central para fortalecer nuestra frágil institucionalidad y hacer frente, al lado de una ciudadanía vigilante, los enormes retos que nos aguardan para superar problemas de aguda conflictividad, fraccionamiento y profunda desigualdad social. En el Perú, hoy más que nunca, necesitamos revalorar la política. Es hora, pues, de que sus principales actores den un primer paso en esa dirección.