María José Guerrero

La de en Nicaragua (2007-2022) se ha consolidado mediante un enjambre de artimañas antidemocráticas para la captura del Estado. De manera paulatina, el tirano se hizo de la Corte Suprema de Justicia (CSJ), del Congreso, del Poder Electoral (CSE), la contraloría, la fiscalía, la policía y el ejército. El robo de las elecciones municipales del 2008, bajo la complicidad del CSE, fue la primera muestra del poder total de la dictadura. Le siguió la reelección consecutiva de Ortega en el 2011, prohibida por la Constitución, pero reinterpretada a su favor con un recurso ante la sala constitucional de la CSJ, que determinó “que la regulación de la reelección violentaba sus derechos humanos”. Lo demás es historia: hoy el país centroamericano está en las garras de un régimen represivo y totalitario, que secuestró al Estado y que ha fulminado a una multitud de grupos e instituciones de la sociedad civil.

La breve cultura democrática de Nicaragua nació y murió entre 1990 y el 2007. Durante ese período proliferaron grupos e instituciones no-gubernamentales, hubo un progresivo fortalecimiento de la prensa libre e independiente y se generaron espacios para el ejercicio de los derechos civiles y políticos de la ciudadanía. Ortega, en ese entonces principal líder de la oposición, “gobernó desde abajo”, apoyándose tanto en el uso de fuerzas de choque como en la infiltración partidaria de la CSJ y del poder electoral. Es apabullante recordar la violencia de los motines, acaudillados por su partido, que Ortega utilizó como arma de negociación con los gobiernos de turno. Y lo es más rememorar las triquiñuelas y pactos que lo llevaron a acomodar congresistas, jueces y magistrados en los poderes públicos. El cómo la sociedad civil desestimó la labor minuciosa y perversa de ese grupo de forajidos es un ‘mea culpa’ que el país está pagando con creces.

Hoy en día la paranoia de Ortega está dirigida hacia la desarticulación total de la sociedad civil. Acabó de manera rapaz con los partidos políticos de oposición y sometió a desaparición forzada a siete precandidatos presidenciales que participarían en las elecciones de noviembre del 2021, así como a más de 170 activistas políticos, líderes estudiantiles, representantes campesinos, empresarios y periodistas.

Desde diciembre del 2018, el Congreso oficialista les ha retirado la personería jurídica a 1.280 organismos. Asociaciones ambientalistas, culturales, educativas, de derechos humanos, feministas y religiosas han sido desaparecidas de un plumazo. La escena emblemática de las 18 misioneras de la orden fundada por la Madre Teresa de Calcuta, cruzando la frontera a pie luego de ser obligadas a abandonar sus obras benéficas, grafica la indolencia de la tiranía. Las bases institucionales desde las que la ciudadanía puede ejercer presión o resistir los controles dictatoriales han sido desmembradas bajo argumentos legales ilegítimos e irrisorios.

El papel de la sociedad civil organizada es fundamental para resistir la influencia de grupos de arribistas o incluso del gobierno. Como señala Gene Sharp en su ensayo “De la dictadura a la democracia”, “los individuos aislados por lo general se hallan incapacitados para producir un impacto significativo en la sociedad, mucho menos en el gobierno, y ciertamente no en una dictadura”. La de Nicaragua hoy es una población debilitada, con sus líderes encarcelados y en la mira de las fuerzas armadas que responden a los viles intereses de la dictadura.