Elisa Tokeshi

Todos tenemos oscuridad. La mía es, tal vez, un agujero negro en una enorme galaxia en la que estuve perdida muchos, muchos años.

Mi cumpleaños más emocionante fue a los diez. No podía creer que había vivido una década; pueden pasar un montón de cosas en ese período de tiempo. Los Beatles, por ejemplo, hicieron su carrera en esa cantidad de años. Yo aprendí a caminar, a hablar, a escribir y a leer. Todo eso en diez años. Fueron hermosos, por supuesto, llenos de momentos familiares valiosos, de idas a la playa y de tener un corazón blando como una almohada. Fue mi época más feliz, mi favorita. Aún no sabía que faltaban cuatro años para que empezara la peor década de mi vida. La más desgarradora, mi oscuridad máxima, mi remolino de emociones podridas. No sabía que, a los catorce, mi corazón de almohada blanda y prístina se iba a volver una funda sucia y rota con el relleno sangrante y el alma herida.

A los catorce probé muchas cosas nuevas: la pena, el alcohol, las drogas. Fue una edad triste en donde cambié mis intereses de niña adolescente con complejo de animal fantástico por los de adolescente que se escapa a toda prisa de la niñez haciendo cosas de adultos. Cambié mis ganchos y lazos por hojas cuchilla y cigarros. Comenzó mi relación con mi trastorno y todos los problemas que este me tiró encima.

Algo que siempre me ha molestado de mí son mis extremos, pero sobre todo lo que existe en el medio: mi vacío. Cuando describen los síntomas del se habla siempre de un vacío. El maldito vacío. ¿Cómo puede ser que un montón de pacientes se hayan pasado la vida describiendo una ausencia, algo que no está, pero que, sin embargo, lo sienten presente y tangible? Me desespera que ese sentimiento sea horriblemente contradictorio.

Entiendo los extremos porque prefiero matarme de risa o querer estar muerta de pena a no sentir absolutamente nada y buscar en las esquinas de los bares, en la gente, en mis muñecas lo que alguna vez estuvo; pero desde los catorce no está. O tal vez todavía está, pero muerto, podrido, olvidado en algun otro lugar, no adentro mío.

Igual, ir de un lado a otro, tampoco es agradable. La endemoniada pena se siente inmensa, el TLP es como la humedad, aumenta la sensación térmica del clima, lo hace mil veces peor. La felicidad es linda, tal vez, pero subir significa que en algún momento vas a tener que bajar hasta el último piso del edificio y, a veces, se rompe la cuerda del ascensor y eso sí que es horrible.

Fueron diez años de caos asqueroso acompañado de experiencias traumáticas, trastornos alimenticios y una distorsión de mi propia imagen que me daba terror. Sin embargo, poco a poco, ese caos fue mejorando hasta que, finalmente, esa época tormentosa de mi vida terminó.

A veces parece que uno nunca va a poder controlar el TLP. Cuando estás en el sótano de tu edificio dentro del agujero negro embarrada de vacío y porquería, parece que no hay estrellas, que no hay cumpleaños, que no hay verano. El asensor de subida no existe, no hay, solo está el ascensor que te jala hacia abajo en un vórtice con la fuerza de un cañón. Pero hay escaleras. Escaleras con monstruos y serpientes; sin embargo, son escaleras que con gran esfuerzo te pueden regresar a la superficie.

Hoy me encuentro en el último piso de mi edificio, admirando la vista y habiendo sobrevivido la década del horror. Hay mucha gente y muchos hábitos a los que tuve que decirles adiós. Reemplacé el ron barato por una caminata escuchando música; las hojas cuchilla y cigarros por ganchos y lazos nuevamente; la felicidad sintética por felicidad real. Me reconecté con esa niña a la que el TLP le arrebató la risa, sus años de cuentos, sus juegos y le dejó un vacío húmedo y apestoso. Volví a brillar. Al fin conocí la estabilidad.

Yo no soy psicóloga, pero sé lo que es vivir con un trastorno que te carcome el alma y te escupe a las peores circunstancias cuando le da la gana. Sé lo que es destronillar la navaja del tajador, buscar veneno a las tres de la mañana para seguir la fiesta, enterrarse en sábanas y tranquilizantes, cuando lo único que has hecho es cometer un simple error.

Felizmente también sé lo que es darme un abrazo, mirarme al espejo y sentirme tranquila. Aprendí a dejar la botella de vodka en su sitio y reemplazarla por agua con gas. Sé que no todos los que sufrimos Trastorno Límite de la Personalidad somos iguales, pero al final del agujero negro siempre hay luz y, sí, vale la pena subir esas escaleras.

Elisa Tokeshi es artista