"Nadie duda de que el mundo ha cambiado, pero lo que no está claro es adónde vamos. Sin duda, la tecnología y las redes nos ayudan a vivir mejor"
"Nadie duda de que el mundo ha cambiado, pero lo que no está claro es adónde vamos. Sin duda, la tecnología y las redes nos ayudan a vivir mejor"
Carlos Garatea Grau

La que enfrentamos no solo nos obliga a permanecer en casa a millones de personas en todo el mundo. Nos recuerda, en primer lugar, la fragilidad humana. Hemos avanzado mucho en tecnología, ciencia, informática y medios de comunicación. Para lo que antes era lejano y duradero, ahora basta un clic. De pronto, un virus que brota a miles de kilómetros de nosotros recorre el planeta como un fantasma invisible y veloz que extiende su manto sin misericordia, despierta miedos, incertidumbre, muerte. Y nos paraliza. Enciende las alertas y todos a casa, como en la antigüedad. Aislamiento y toque de queda.

Nadie duda de que el mundo ha cambiado, pero lo que no está claro es adónde vamos. Sin duda, la tecnología y las redes nos ayudan a vivir mejor. Es absurdo negarlo. Hoy son herramientas imprescindibles para mitigar la crisis sanitaria. Pero admitamos que también hemos caído en sus trampas: afuera, en el mundo real, donde las personas existen, las cosas son distintas.

En el Perú, el contraste es claro. Tanto la corrupción como los errores políticos y la frivolidad nos dejaron una lamentable herencia. Arrastramos una evidente deficiencia en salud pública: no hay camas ni medicinas, ni hospitales suficientes. La pobreza, la anemia, la tuberculosis, el dengue y la informalidad siguen ahí. Millones de compatriotas viven sin el agua que necesitan para atenuar la propagación del COVID-19. En muchos lugares del país no hay acceso a Internet, y miles de escolares y jóvenes universitarios padecen las deficiencias de un sistema educativo en construcción. Por donde se mire, se propagó la alegría del consumo al lado de un montón de inequidades y ‘fake news’. En este contexto, la fragilidad humana sigue siendo la misma de antaño. La pandemia nos lo recuerda. Para vencerla no hay varita mágica, aunque sepamos que en algún momento la ciencia creará la vacuna. Lo que necesitamos ahora es, como siempre, compromiso, voluntad y realismo.

La pandemia exige que las refuercen su rol fundamental en la sociedad. De nada sirve avanzar en los ránkings o incrementar los presupuestos si no asumimos que debemos formar ciudadanos con derechos, pero también con responsabilidades. La ciudadanía no es un prurito académico. Es una manera de ser en sociedad y de asumir el espacio público. En un mundo que tiende a un individualismo desenfrenado, en el que la productividad determina las conductas, el valor del otro, del vecino, del entorno, pasa a segundo plano o es olvidado.

Hoy prima la rapidez de la protesta en la red, de la crítica ácida, prejuiciosa y anónima, mientras que se desconfía de la lentitud del consenso y del diálogo. Cuesta mucho participar y entender la importancia de los proyectos comunes. El individualismo y la soledad van por delante del bien común y de los afectos. Frente a ello, las universidades tienen, por todo esto, el deber de formar ciudadanos íntegros, capaces de ponerse en el lugar de los demás y de actuar serena y racionalmente en torno a propósitos generales de largo plazo, actitudes que se han puesto a prueba en los últimos días. Así como a muchos les cuesta ponerse en los zapatos del otro, felizmente también hemos sido testigos del esfuerzo y el compromiso de muchos. De ahí la urgencia de una universidad peruana que asegure una formación integral. La tarea requiere el concurso de todas las autoridades universitarias.

La pandemia exige solidaridad. Una palabra opuesta al individualismo. Rema a contracorriente del narcisismo del selfie. Hoy más que nunca debemos fortalecer una premisa que, al mismo tiempo, es norma de vida: de lo que hacemos dependen otras personas, y de lo que hacen ellas dependemos nosotros. En ese espacio, muchas veces desequilibrado o sujeto a cientos de consideraciones, transcurre la vida real, la del día a día, la que lleva un estudiante al aula, con la que se indigna y reclama ante a las injusticias, pero también con la que contribuye a tener una sociedad mejor. Es el mismo espacio que debe considerar un docente cuando ofrece un servicio que construye comunidad: la enseñanza. Por todo esto, estoy convencido de que la solidaridad es el arma que vencerá la pandemia y de que la formación universitaria es un recurso esencial para la vida democrática y cívica de nuestro país.

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