"Las políticas públicas sobre la gestión del riesgo no ganan prioridad gubernamental y muy difícilmente se harán una causa ciudadana". (Foto: GEC)
"Las políticas públicas sobre la gestión del riesgo no ganan prioridad gubernamental y muy difícilmente se harán una causa ciudadana". (Foto: GEC)
Fernando  Bravo Alarcón

peruana pierde US$73 millones cada año por ”, decía un titular periodístico. “La furia de la naturaleza afecta canal de agua”, responsabilizaba otra publicación. “Dios nos ha enviado un castigo”, alegaron no pocos damnificados tras el sismo de Pisco en el 2007. Estas alusiones muestran los lugares comunes en los que suelen incurrir los medios, las agencias gubernamentales y el habla cotidiana para referirse a las amenazas naturales que se abaten regularmente contra la sociedad, la economía y la infraestructura física del país.

¿En realidad los desastres son decididamente “naturales”, hasta el punto de que la sociedad poco o nada podría hacer frente a la “ira” de las fuerzas geofísicas o las perturbaciones hidroclimáticas? La experiencia histórica demuestra que la relación de la humanidad con estos eventos ha evolucionado hasta llegar a paradigmas modernos que hacen posible anticiparlos, aminorar sus impactos en la sociedad y, por supuesto, cuestionar la idea de que los desastres son naturales.

En el caso del Perú, los terremotos, huaicos, friajes, tsunamis, aluviones, inundaciones, entre otros, son fenómenos que han acompañado su devenir histórico, los que, al abatirse sobre poblaciones riesgosamente ubicadas, ciudades mal construidas e infraestructura deficitaria, han gatillado mortíferos desastres. Por esa razón, un sismo, por ejemplo, no es de por sí un desastre: es un fenómeno natural que, cuando golpea a una población vulnerable, detona un desastre. Esta aclaración conceptual es necesaria porque la idea de “desastre natural”, al respaldar la creencia de que el ser humano está sometido a las “fuerzas incontrolables de la naturaleza”, no hace más que encubrir la responsabilidad humana, política y social que existe detrás de cada calamidad.

En la historia de los desastres en el Perú, el terremoto y el aluvión de 1970 marcaron un hito en el estudio científico de estos eventos, al inaugurar el comienzo de la ingeniería sísmica a nivel nacional, como alguna vez lo resaltó el desaparecido ingeniero Julio Kuroiwa. En medio de las políticas desarrollistas y nacionalistas de esa época, dicha tragedia notificó que éramos una sociedad donde los desastres visibilizan los problemas no resueltos de nuestro subdesarrollo y forzó al Estado a modernizar su papel ante ese tipo de eventos, incorporando nociones como gestión del riesgo, prevención, enfoque de procesos o participación social, al menos en el discurso.

Ha transcurrido más de medio siglo desde aquel drama que trastocó el Callejón de Huaylas, un período donde hemos experimentado inclementes versiones del fenómeno de El Niño, cuantiosos huaicos y mortales friajes, sin olvidar los desastres asociados a actividades humanas y procesos tecnológicos, como los incendios forestales o los derrames de petróleo en la Amazonía. Ante ello, vale preguntarnos: ¿los peruanos hemos generado una cultura de terremotos o de Niños, tal y como los países caribeños han gestado una cultura de huracanes? En el imaginario colectivo nacional, tales amenazas no forman parte sustantiva de nuestro repertorio de miedos y temores. En situaciones de “normalidad”, es la inseguridad ciudadana aquella que preocupa a la gente, como registran muchas encuestas, mientras que ahora, en circunstancias extraordinarias, el COVID-19 se apodera de nuestras angustias.

Pese al cúmulo de funestas experiencias derivadas de la interacción entre nuestro trepidante territorio, heterogeneidad climática y consuetudinaria informalidad, no solo se sigue creyendo que los desastres son naturales: las políticas públicas sobre la gestión del riesgo no ganan prioridad gubernamental y muy difícilmente se harán una causa ciudadana. Parece que construir compromiso e interés cívico en torno de nuestras propias irresponsabilidades en materia de desastres continuará como una tarea pendiente, entre las muchas otras que se posponen ‘sine die’.