(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Rollin Thorne Davenport

La predictibilidad y la confianza son los cimientos que garantizan la viabilidad de toda economía moderna. En esencia, si la confianza de consumidores e inversionistas es mayor, estos tomarán decisiones con mayor facilidad, impulsando así la expansión económica nacional. Por el contrario, en un ambiente con baja predictibilidad, ambos actores postergan decisiones ante el temor de un porvenir incierto. Desafortunadamente, las recientes elecciones generales no se han caracterizado por contribuir con la generación de un clima que propague certeza en el futuro.

Hacia el último trimestre del 2020, la economía peruana –a pesar de los efectos perniciosos de la pandemia y de una descomposición de la gobernabilidad política– empezó a mostrar cifras alentadoras. Por ejemplo, la inversión privada creció 9,4% en el último trimestre del año tras caer durante tres trimestres consecutivos. Asimismo, la tasa de desempleo en Lima Metropolitana se redujo de 16,5% en septiembre del año pasado (su punto más alto desde el inicio de la pandemia) a 12,0% en mayo de este año. La disponibilidad de vacunas y la mayor efectividad de las medidas sanitarias tomadas por el Ejecutivo, sin duda, contribuyeron a recuperar la estabilidad.

Sin embargo, tras los resultados aún inciertos de las elecciones presidenciales –sumados a la popularidad de alternativas políticas que amenazan con caer en la tentación del estatismo–, algunos indicadores económicos alertan sobre un futuro nuevamente incierto. El alza del precio del dólar a cifras históricas representa quizás el caso más notorio. No obstante, el nerviosismo también ha afectado otros sectores como el de fondos mutuos, que ya sufrió el retiro de aproximadamente S/.3.100 millones en abril de este año, que fueron reorientados a alternativas de inversión en el extranjero. Todo esto, cabe indicar, a pesar del sostenido esfuerzo del BCR por introducir estabilidad macroeconómica en la coyuntura poselectoral.

En este contexto errático, resulta vital que la tarea inicial de quien sea finalmente proclamado presidente electo por el JNE sea dar calma a los mercados y brindar garantías de un manejo macroeconómico prudente. Es fundamental que quien resulte ganador renuncie a cualquier tentativa por intervenir el mercado cambiario y desarticular los esfuerzos que se han venido haciendo para insertar al Perú en las cadenas de valor globales. La economía peruana es pequeña, por lo que continuar con políticas de liberalización comercial y financiera es imprescindible.

En una segunda instancia, el próximo mandatario deberá mostrar un compromiso real con los proyectos de inversión y las reformas que están en agenda –lo que se ha quedado en el tintero por años– para recuperar la confianza y la senda del crecimiento. En este sentido, reconocer al sector privado como el principal actor en el proceso de generación de riqueza es un buen comienzo. Hay un portafolio de proyectos de inversión sumamente prometedor que incluye el megapuerto de Chancay, el proyecto de irrigación Majes-Siguas II y el proyecto cuprífero Tía María, entre otros, que no debe ser desperdiciado.

No se puede confundir el modelo económico con el Estado. Las sostenidas carencias de la administración pública y la inestabilidad política no son consecuencia de la adopción de un régimen económico que ha logrado que el Perú crezca en promedio 5% por año durante las últimas tres décadas. Sin embargo, para que este modelo continúe generando prosperidad se necesita un clima de predictibilidad. La incertidumbre rezaga todo proceso de toma de decisiones y, en un caso extremo como el actual, fomenta la fuga de capitales, oportunidades y talento en perjuicio del desarrollo de todo el país.