Entre Escila y Caribdis, por Max Hernández
Entre Escila y Caribdis, por Max Hernández

De acuerdo con algunos gurús de la política, el elector que surca el agitado mar electoral se las tendrá que ver cual solitario Ulises con dos monstruos fabulosos: Escila, señora de formidables arrecifes, y Caribdis, dueño voraz de un gigantesco remolino. Al igual que el héroe homérico, el navegante deberá optar entre dos peligros míticos sabiendo que alejarse de uno lo aproxima al otro. Una gestión presidencial con una amplia mayoría congresal, dicen, va a encallar en los arrecifes del autoritarismo populista; una con una bancada exigua y sin partido va a llevar a pique la gobernabilidad. Surcando las aguas de la mitología griega el elector “leído y escribido”, más o menos politizado, no vería nada que le augure una buena travesía. 

Pero han pasado varios siglos desde que el rapsoda encantó al mundo con sus obras. Hoy, la frase “entre Escila y Caribdis” ha adquirido un carácter más mundano y se usa para aludir a cualquier circunstancia en la que se está entre dos peligros y alejarse de uno implica acercarse al otro. Veamos entonces lo que puede significar en la actual coyuntura electoral.

Decía que el elector “informado” enfrenta la decisión de elegir entre Escila y Caribdis. Pero hay otro elector poco interesado en la política para quien los vaivenes electorales no minan su terca confianza en su país, que espera que después de todo las cosas no van a ir tan mal y se prepara a apostar por quien cree que representa mejor sus expectativas. Ambos electores saben que en la soledad de la cámara secreta no rinden cuentas sino a sí mismos y tienen que asumir plena responsabilidad por su opción. 

Es cierto que el asunto se complica en una campaña en la que las imágenes de los candidatos acaparan la atención de los medios y –a juzgar por las encuestas– también la de los votantes y eclipsan las propuestas y los planes de gobierno. Se tiene la impresión de que la difícil tarea de gobernar tuviese menos que ver con las competencias para la gestión estatal, la función de representación de los ciudadanos o la capacidad del grupo que aspira al poder para registrar los desengaños y las esperanzas del pueblo que con la imagen que proyectan los candidatos. Como diría Aldous Huxley, el percepto se traga al concepto.

Viene al caso recordar las veces que uno se dice: “Me disgusta fulano o fulana de tal, tiene algo que me fastidia, pero no sé cómo explicarlo con palabras”. Se trata de una respuesta intuitiva, inmediata, “visceral” si se quiere, que aparece antes que una consideración reflexiva, mediata, “cerebral”. Son, como bien saben los entendidos, dos modos diferentes de procesar los datos de una misma fuente de información. Vale la pena mencionarlo en vísperas de esta segunda vuelta que, repito, parece jugarse entre dos personas, dos nombres propios o dos imágenes. 

Hay que tomar en cuenta que a la par de los objetivos explícitos que los diversos sectores manifiestan, en la práctica política un conjunto de emociones y de ideas no conscientes se ponen en juego. Esto vale también en lo que atañe al concepto “democracia”. En sus reflexiones sobre el significado y los alcances de esta palabra, el psicoanalista británico Donald Winnicott señalaba que, dada la importancia de las elecciones, votar con responsabilidad exige que el elector trate de identificar las ideas y emociones que discurren en la penumbra debajo de la superficie discursiva. 

Cada cédula depositada en las ánforas refleja una decisión estrictamente individual. En mi opinión, el 5 de junio se juega la opción entre la reivindicación familiar de un régimen y una propuesta económica y socialmente funcional. Pienso que no se puede identificar al padre con la hija como si fuesen una misma persona, pero también que entre las filas naranjas hay remanentes del fujimorato. Sin olvidar que siendo importante tomar en cuenta lo que los candidatos proponen hoy para gobernar mañana, hay asuntos pendientes en la memoria ciudadana. 

En vista del complicado mapa de los resultados electorales de la primera vuelta, quien vaya a ocupar la primera magistratura de la nación se verá forzado a navegar entre Escila y Caribdis y decidir desde la soledad del poder el rumbo que debe tomar para atravesar el difícil estrecho preservando intacta la nave de la democracia. El ciudadano que gobierne tendrá que responder ante la ciudadanía, el más importante sujeto colectivo de una democracia, acerca de la legitimidad del ejercicio del poder y la gobernabilidad democrática necesarias para llevar adelante reformas básicas cuya urgencia es innegable. Por ello, espero que los planteamientos que se lleven al Congreso de la República puedan contar con apoyo de todas las bancadas, en tanto y en cuanto busquen priorizar una gestión ampliamente consensual.

El quid de la cuestión es que, con mayoría congresal o sin ella, serán necesarios pactos y consensos si se quiere evitar que la democracia naufrague ya sea porque se endurezca la mano en el timón y despunte un horizonte populista o porque una excesiva confianza en el norte señalado por la brújula tecnocrática la aproxime demasiado al remolino. O, que en un clima de inseguridad ciudadana y en medio de un extendido escepticismo con respecto a la democracia, aguas de suyo tormentosas sean agitadas por las broncas que pueden desatar exigencias poco realistas en la actual situación de la economía, o medidas que muestren un talante autoritario y exacerben posiciones antagónicas de un amplio sector ciudadano que tiene muy presente el uso y abuso de prácticas de ingrata recordación. Vale la pena recordar que hace más de una década se pudo suscribir un Acuerdo Nacional. Es imprescindible utilizar ese espacio de diálogo y construcción de consensos y repensar sus políticas de Estado de largo aliento.