George H. W. Bush | Estados Unidos prepara funeral de Estado para fallecido ex presidente. (EFE)
George H. W. Bush | Estados Unidos prepara funeral de Estado para fallecido ex presidente. (EFE)
Jon Meacham

Sus invitados eran casi todo lo que George H.W. Bush nunca había sido, y nunca podría ser: ideologizados, tercos y deseosos por una revolución partidista. Era la primavera de 1989, y Newt Gingrich, un joven congresista de Georgia, había sido elegido como el ‘whip’ republicano en la Cámara de Representantes, un puesto de liderazgo clave en el Washington del presidente 41. Bush, quien se sentía más cómodo en el ala moderada del partido, no conocía bien a Gingrich, pero, siempre hospitalario, lo invitó a él y a Vin Weber, el congresista republicano de Minnesota que había dirigido la campaña de Gingrich, a la Casa Blanca por una cerveza. La conversación fue agradable, pero los visitantes sintieron que había algo que Bush no estaba diciendo. Weber decidió plantearle la cuestión directamente.

"Señor presidente, ha sido muy amable con nosotros", dijo Weber mientras se preparaban para irse. "Díganos cuál es su mayor temor sobre nosotros", siguió.

"Bueno –respondió Bush–, me preocupa que a veces su idealismo se interponga en lo que creo que es buena gobernanza". De la manera más educada posible, en una sola frase, Bush había resumido la ansiedad que le producía saber que, cuando la política y los principios chocan, la política gana.

Weber recuerda que apreció el uso de la palabra "idealismo" y que no haya dicho "extremismo" o "partidismo", aunque eso era lo que quería decir. Los dos congresistas representaban un nuevo tipo de política que, cinco años después, llevaría a la primera toma de posesión republicana de la Cámara en cuatro décadas. Para ese entonces, George Bush habría vuelto a Texas, presidente de un solo mandato gracias al ala derecha de su propio partido –un grupo conservador se rebeló contra el acuerdo de estadista que Bush hizo con los demócratas para aumentar algunos impuestos a cambio de controles de gasto para frenar el déficit–.

George Herbert Walker Bush, quien murió el viernes pasado a los 94 años, fue el último presidente de la Gran Generación, un caballero que creció en una arena cada vez más desagradable, la encarnación de una era de consenso posguerra que, en nuestro tiempo, parece remoto. Merece nuestro elogio, pero también una reconsideración histórica, ya que su vida ofrece una lección objetiva de la mejor versión de la –inherentemente imperfecta– política.

Creció en un mundo donde la política era un medio para servir al bien común, no un vehículo para el engrandecimiento o el enriquecimiento. Su padre, el senador Prescott Bush, de Connecticut, habló en contra de Joseph McCarthy antes que la mayoría y George Bush, conocido entonces como ‘Poppy’, se inscribió en el ejército tan pronto como pudo.A los 18 años se ofreció como voluntario para la peligrosa tarea de aviador naval en la Segunda Guerra Mundial. Como jefe de Estado, casi medio siglo después, él, con el líder soviético Mijaíl Gorbachov –y apoyándose en el trabajo de los presidentes de ambos partidos que lo presidieron a lo largo de las décadas–, puso fin al enfrentamiento más letal de la historia de la humanidad: la Guerra Fría. Antes de que llegara a la Casa Blanca, un armagedón nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética era siempre una posibilidad; Después de él, era impensable.

En el frente interno, su acuerdo presupuestario de 1990 codificó controles al gasto y creó las condiciones para la eliminación del déficit del presupuesto federal bajo su sucesor Bill Clinton. Negoció el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), firmó una ley para estadounidenses discapacitados y aprobó una histórica legislación de aire limpio. Es virtualmente imposible imaginar que un presidente republicano haga esto hoy en día.

Bush era un caballero, pero también era un político, y ahí estaba la gran tensión de su vida. "La política no es una empresa pura, no si vas a ganar ", me dijo una vez. "Así es la política, desafortunadamente".
A decir verdad –y él siempre quiso que la historia dijera la verdad–, es cierto que Bush fue un político ocasionalmente duro. Presidió una campaña presidencial que atacó implacablemente las opiniones sociales liberales del gobernador de Massachusetts Michael Dukakis. Los ataques iban desde que otorgó permisos para asesinos en primer grado hasta el veto que hizo Dukakis de un proyecto de ley que requería que los maestros de escuelas públicas lideraran el Juramento de Lealtad.

Para llegar al cargo, Bush tuvo que elegir entre dos impulsos profundamente arraigados; el ‘competidor’ debía tener dominio provisional sobre el ‘conciliador’. Así lo definió en privado durante su campaña: "Si quieres ser presidente –y yo lo quiero– hay ciertas cosas que tengo que hacer".

Para poder servir tenía que tener éxito; para presidir debía prevalecer. Para Bush el impulso de atacar a sus oponentes y el de hacer el bien estaban inextricablemente unidos. Al final de la campaña de 1988, pensó para sí mismo: "El país supera estas cosas rápidamente. No me disculpo, no me arrepiento, y si hubiera dejado que la prensa me defina como un pelele o un perdedor, no estaría donde estoy hoy: cerca, y quién sabe, tal vez ganando". Tenía gracia y ferocidad al mismo tiempo –una combinación formidable–.

Bush nunca dudó que él era el mejor hombre en la elección. Armado con esta confianza en sí mismo –una garantía personal enmascarada por su amabilidad y consideración– podía justificar la adaptación de sus principios y atacar a sus oponentes como el precio inevitable de la política. Para Bush, tales cálculos no eran cínicos. Eran instrumentales para el fin deseado: la acumulación de poder para desplegarlo al servicio de Estados Unidos y del mundo. Lo que le importaba no era lo que uno decía o hacía para elevarse al puesto más alto del poder. Lo que importaba era si uno tenía principios y era desinteresado una vez que estaba al mando. Y, como presidente de Estados Unidos, Bush fue eso.

Por cada compromiso o concesión a la ortodoxia partidista o acto de conveniencia política en la campaña electoral, Bush al final hacía lo correcto. En 1964, cuando buscó un escaño en el Senado de Texas, se opuso a la Ley de Derechos Civiles, solo para votar por un programa de vivienda abierta una vez en el Congreso cuatro años después, para la furia de sus electores conservadores. En 1988 prometió enfáticamente no elevar los impuestos, solo para romper esa promesa dos años después, cuando creía que un acuerdo que incluía impuestos más altos era lo mejor para el país. Después de ganar la elección de 1988, trató de lograr lo que él llamó un país "más amable y gentil", llegando a los demócratas y republicanos por igual, buscando un terreno común para los problemas comunes.

Estados Unidos está de duelo, en gran parte porque ya no tiene un presidente que sepa que la historia de la nación no se trata de él mismo.

En los últimos años de su vida, a Bush se le preguntó cómo le gustaría que lo recordaran. No hizo una pausa –y evitó, como siempre, el pronombre en primera persona y respondió: "Que pusimos el país primero". Que esas palabras suenen tan extrañas es una de las razones por las que lo extrañaremos.

© The New York Times.
–Glosado y editado–