"Una política migratoria sensata basada en el interés de la seguridad humana y nacional debe ofrecer vías legales de inmigración". (Ilustración: Víctor Aguilar)
"Una política migratoria sensata basada en el interés de la seguridad humana y nacional debe ofrecer vías legales de inmigración". (Ilustración: Víctor Aguilar)
Feline Freier

El 10 de agosto, una pareja y su hijo de 16 años llegaron al Centro Binacional de Atención Fronteriza (Cebaf) en Tumbes. El adolescente padecía un cáncer de cerebro, por lo que debía ser exonerado del requisito de la visa humanitaria que rige para los venezolanos que ingresan a nuestro país desde el 15 de junio. Sin embargo, Migraciones rechazó el reporte médico que habían traído de Venezuela y, como requisito de entrada, les pidió un reporte firmado por un médico peruano. Esta es la política migratoria del absurdo. Hace unos días regresé a Lima junto con el equipo del Centro de Investigación de la Universidad del Pacífico (CIUP) –del que formo parte–, tras dos semanas de trabajo de campo en el Cebaf. Este caso es emblemático del costo humano que tiene la nueva política migratoria populista en la frontera norte.

El Perú ha tenido idas y vueltas en su respuesta al enorme desafío de la inmigración venezolana. En ese sentido, las reacciones políticas han oscilado entre la voluntad de proteger a los migrantes y el deseo de controlar las fronteras por supuestos motivos de seguridad nacional. El permiso temporal de permanencia (PTP) –una visa que concedía a los venezolanos que entraban hasta el 31 de octubre del 2018 un permiso de trabajo y acceso mínimo a educación y salud– fue concebido como una medida provisional y, por lo tanto, nunca fue integral. Hubo avances y retrocesos en su aplicación y, sobre todo, mucha incertidumbre.

Es cierto que la cantidad de inmigrantes que ha recibido el Perú hubiese constituido un reto para cualquier país de destino. Eso explica, por ejemplo, el colapso del sistema de citas en las páginas web de la Interpol y de Migraciones. Pero no disculpa la creciente forma errática y populista de hacer política migratoria del Gobierno.

En reacción a un primer auge de xenofobia que se dio en el contexto de las campañas electorales municipales del año pasado, en agosto, Migraciones impuso el requisito del pasaporte para la entrada de ciudadanos venezolanos. El Poder Judicial dejó la medida sin efecto hasta que Migraciones y el Ministerio del Interior apelaron el fallo en diciembre. Con el requisito del pasaporte, el número de solicitudes de refugio despegó. Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), fueron casi 300 mil a fines de abril de este año. Aunque los venezolanos deberían ser reconocidos como refugiados según el artículo 3 de la Ley de Refugio, muchos criticaron la situación como un abuso del sistema de asilo para lograr la regularización de “migrantes económicos”.

Esa vez fueron el Ejecutivo y el Ministerio de Relaciones Exteriores (que vela por el otorgamiento de la condición de refugiado) los que decidieron poner fin a esta situación. Con la visa humanitaria introdujeron entrevistas de accesibilidad a solicitantes de asilo, negando a los venezolanos su derecho constitucional de pedirlo. Conocimos a Nicolás, un disidente militar que se unió al presidente encargado Juan Guaidó el 23 de febrero pasado para pelear contra los colectivos armados de Nicolás Maduro que trataban de sabotear la entrada de ayuda humanitaria en el puente Simón Bolívar de Venezuela. La cancillería le ha negado el derecho de solicitar asilo como perseguido político.

La imposibilidad de entrar de manera regular al territorio nacional ha empujado a muchos venezolanos a cruzar de manera irregular –caminando o pagando a taxistas para que los lleven por rutas clandestinas–. Lo que en realidad ha logrado la restricción de la entrada legal ha sido el auge de una infraestructura ilegal de tráfico y trata de personas a través de la frontera norte. Por lo tanto, no es cierto que la inmigración venezolana se haya reducido en más del 90%: lo que se ha reducido son las entradas registradas.

No solo el Estado ha perdido el control sobre cuántos y quiénes entran, sino también sobre quiénes reciben vacunas. Dado el colapso del sistema de salud en Venezuela, ello representa un riesgo para la salud pública en el Perú. Al mismo tiempo, la disminución de entradas registradas ha llevado al recorte de la ayuda humanitaria internacional. Entrevistamos a mujeres gestantes acompañadas por infantes –por ejemplo, Nerea, de 8 meses de embarazo– que pasan días en el Cebaf sin acceso a comida, pues las organizaciones internacionales han recortado el número de raciones que distribuyen a diario.

Al reaccionar de manera ciega a la creciente xenofobia, el Ejecutivo ha implementado restricciones sin pensar cómo llevarlas a la práctica. Representantes de Migraciones nos contaron que estaban “reaccionando sobre la marcha”. Por ejemplo, nos comentaron que habían detectado reportes médicos falsificados, lo que los llevó al absurdo de pedir reportes médicos peruanos para la entrada a nuestro territorio.

Una política migratoria sensata basada en el interés de la seguridad humana y nacional debe ofrecer vías legales de inmigración. Sobre todo, cuando se trata de un flujo migratorio humanitario y de fronteras permeables. Relajar las restricciones será difícil en la coyuntura actual. Mientras tanto, los migrantes venezolanos llevarán el costo humano y el resto del Perú los riesgos de una política migratoria populista.