"Cincuenta años después nos hemos acordado de la luna y de todo lo que no pudimos ser". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Cincuenta años después nos hemos acordado de la luna y de todo lo que no pudimos ser". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Giancarlo Cappello

La la pisaron antes los poetas. Pero ocurre que cuando Neil Armstrong llegó, la Guerra Fría se encargó de presentarla como primicia, la transmitieron en directo y los astronautas se alzaron como nuevos héroes de la infancia. La fiebre del alunizaje fue el cenit de un entusiasmo acariciado desde antiguo: desde Luciano de Samósata, que en el siglo II narró un viaje arrastrado por una proverbial tromba de agua, pasando por Endimión enamorado de Selene, las aventuras de Julio Verne, George Mélies y el cinematógrafo, los diseños de Virgil Exner para la línea de automóviles De Soto y un largo etcétera que a inicios de los sesenta ya poblaba el imaginario popular. Lo que despertó aquella madrugada del 20 de julio de 1969 fue el viejo apetito por los imposibles, vocación que frenaron las oficinas gubernamentales de presupuesto, pero que los medios supieron alimentar con el “Cosmos” de Carl Sagan, las inmersiones de Cousteau, las navegaciones de Thor Heyerdahl y las aventuras de Star Trek.

Grandes tiempos para ser un habitante de la . Hasta la más leve bocanada de oxígeno debió resultar proteínica, digna de titanes, porque la hazaña pronto se tradujo en progreso, en aspiradoras inalámbricas, frutas deshidratadas, termómetros infrarrojos, purificadores de agua, telecomunicaciones asombrosas; cuando uno repara en que los smartphones tienen más memoria que el Apolo 11, solo cabe estremecerse. La carrera espacial catapultó al mundo hasta la hipermodernidad de hoy. Y no hay teoría de la conspiración que pueda contra eso.

Pero ocurrió también que, tras el famoso primer paso, la luna se llenó de mundo. Sus misterios pasaron a ser demostraciones públicas de poder, de dotes tecnológicas, de hazañas militares. Y pronto perdió sentido querer bajarla, porque empezó a mostrar las feas marcas que sabemos provocar en un cuerpo celeste. Sin justificaciones científicas ni políticas para volver, poco a poco fuimos olvidándola. Fijamos otros rumbos, nuevos intereses, hasta reinventamos las metáforas.

En verdad, nunca le perdonamos enrostrarnos lo que somos: una bagatela cósmica, una aventura bioquímica brotada en la superficie de un planeta. Vista desde la luna, nuestra soledad es abrumadora. Somos el desarraigo, la precariedad. De aquella imagen de la Tierra debió surgir la conciencia ecologista, la urgencia del nosotros; sin embargo, superados por el espanto de nuestra pequeñez, echamos a andar otra vez las máquinas para construir satélites y orbitar estaciones en pos de una salvación azarosa. Así perdimos la luna.

Los rusos nunca llegaron. Después de Eugene Cernan en diciembre de 1972, solo Tommy Lee Jones alunizó cantando “Fly Me to the Moon”, para envidia de Clint Eastwood. La aventura del metal inteligente, de los circuitos y las señales que han trasformado el mundo, no ha conseguido obrar los mismos efectos en nosotros; seguimos siendo el mismo ‘sapiens’ que hizo arder a Giordano Bruno en Campo dei Fiori, los mismos tipos inconsistentes, capaces de dar con los neutrinos, fotografiar un agujero negro y registrar el sonido del Sol, pero incompetentes para la empatía con el otro.

Cincuenta años después nos hemos acordado de la luna y de todo lo que no pudimos ser. Hoy Gulliver curiosea en Marte, hurga en el código genético, pero la deriva solar persiste en su horizonte. Nunca hubo perfección en las esferas del universo. El hombre solo es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona, escribía Hölderlin. Tal vez nuestro destino sea perdernos en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Y estará bien, porque así la luna volverá a ser de queso y tal vez un día, también, vuelvan a pisarla los poetas.