Ana Estrada ha presentado una petición en Change.org para tener una "muerte digna". (Foto: Ana Estrada).
Ana Estrada ha presentado una petición en Change.org para tener una "muerte digna". (Foto: Ana Estrada).
Josefina Miró Quesada

Vivimos tan enajenados de la muerte que no sabemos cómo abordarla. Hablar de ella nos produce rechazo y, como defensa, preferimos evitarla (como si eso fuera posible). Olvidamos, sin embargo, que morir es parte de la vida, y que estamos condenados a vivirla. La mayoría pretende esquivarla, pero hay quienes la buscan sin poder alcanzarla. Ellos, que viven la vida queriendo acortarla, son rehenes de una incomprensión social. En este grupo está Ana Estrada. Desde hace más de 30 años padece un mal degenerativo llamado polimiositis que paraliza sus músculos y la mantiene postrada en una cama. Desde que se le diagnosticó, su cuerpo ha sufrido un sistemático proceso de debilitamiento. No recuerda cómo es caminar sola, perdió su privacidad y ahora depende cada instante de otro para moverse. Ana sabe que esto va de mal en peor y que el tiempo solo aumentará el dolor. Por eso busca la, porque la vida dejará de serlo para ella. Quiere decidir el cómo, el cuándo y el dónde morir. Pero la sociedad y el Estado son indiferentes con ella.

En el Perú, y en muchos otros países del mundo, las legislaciones mantienen grandes paradojas. Las personas, en uso de su autonomía y desarrollo de la personalidad, pueden alterar su físico con una cirugía, asumir deportes de alto riesgo, y en el caso más extremo, arrebatarse la vida. El Estado, al servicio de la persona –no a la inversa–, no puede más que respetarlo, aun si hay una mella a la integridad o a la vida porque es el titular de estos bienes quien decide cómo usarlos en uso de su libertad. Por obvias razones, el no está penado, incluso si no llega a consumarse. Pero si esa voluntad de cesar la vida es realizada por un tercero, la cosa cambia. Ahí, el derecho penal amenaza con el arma más letal de privarle la libertad a quien ayuda a otro a suicidarse. Se arroga, así, el deber de preservar la vida, aun por encima de la libertad. Cuando creíamos ser dueños de nuestra vida, viene a recordarnos un Estado autodenominado laico que es tan solo una quimera.

La ecuación es más compleja cuando, además de nuestra libertad, existen otros intereses en juego. En corto, cuando vivir es una fuente de sufrimiento y prolongar la vida, entendida en términos de subsistencia biológica, equivale a un trato cruel e inhumano, a una afectación a la integridad y a la dignidad. La diferencia entre el suicidio y la eutanasia es que la segunda es la última medida para acabar con graves sufrimientos que no solo no se irán en vida, sino que empeorarán. En el Perú, la eutanasia se prohíbe desde que el Código Penal sanciona con pena de hasta tres años de cárcel la acción de matar por piedad a un paciente con dolores intolerables que pide hacerlo de manera “expresa y consciente”. En la región, Colombia lidera esta batalla que ganó en 1997 cuando la Corte Constitucional (Sentencia C-239) legalizó la eutanasia para enfermos terminales, y en el 2014 ratificó el derecho a morir dignamente.

Es evidente que legalizar este tema supone riesgos. Ahí radica la obligación del Estado de crear salvaguardias jurídicas e institucionales para garantizar que los y las profesionales de la salud estén respetando la decisión libre, informada, explícita e inequívoca de sus pacientes. Al interpretar el del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos –del que el Perú es Estado parte–, el Comité de Derechos Humanos dijo este 2019 que la eutanasia en adultos aquejados de dolencias, como heridos mortalmente o enfermos terminales, con graves dolores y sufrimientos físicos o psíquicos, no era contraria si el Estado, en su deber de preservar la vida, protege a pacientes de abusos y presiones. Es decir, si se asegura que no haya muertes no deseadas.

Unos dirán que no hay libertad sin vida. Otros, como Ana, que no hay vida sin libertad. Por eso busca la libertad en una muerte que a ella le es digna. Pero no puede hacerlo sola. Por eso, la Defensoría del Pueblo llevará su caso ante los tribunales nacionales para que estos reconozcan que vivir es un derecho, no una obligación. “Necesito ser mirada y escuchada para poder volar hasta mi propio mar”, cuenta en su blog personal. La única manera de entender un tema tan complejo como este es escuchando a sus protagonistas. Hoy es Ana, pero mañana podrías ser tú.

*La autora es asesora de la alta dirección de la Defensoría del Pueblo.