Mauricio Zavaleta

El tiene un problema de infraestructura política. Las industrias operan sobre infraestructura: vías de comunicación, líneas de transmisión, fuentes de distribución de energía. También sobre infraestructura humana: operarios, profesionales y cuadros gerenciales. Sus habilidades, adquiridas por formación y experiencia, constituyen un activo enormemente valioso que ha tomado tiempo en construirse. Ni puentes ni profesionales surgen de la noche a la mañana.

La democracia representativa también requiere de infraestructura para funcionar. Asociaciones civiles, redes de activistas y cuadros políticos. Juan Linz y Alfred Stepan llamaban a este conjunto “sociedad política”. Sin embargo, también podemos pensarlo como infraestructura. Los políticos se distinguen de los vehículos electorales porque pueden canalizar intereses y demandas de la sociedad. Esa función solo es posible a través de infraestructura: operadores que respondan a una estructura, organizaciones sociales vinculadas entre sí y una línea de dirección política más o menos clara. Solo cuando una infraestructura de esas características existe la representación es posible.

También hace posible la existencia de líderes con capacidad de dirigir. Esta última frase puede parecer una tautología, pero, en el Perú de hoy, no lo es. Tomemos como ejemplo a la izquierda. Políticos como Vladimir Cerrón, Guillermo Bermejo, Pedro Castillo y Guido Bellido fueron aliados en la elección del año pasado. Un año y pico después, su alianza está rota. Todos han apostado por construir diminutos aparatos propios y, en medio del desborde social, lo único que pueden hacer es plegarse a los reclamos más radicales. No dirigen salvo a un grupo de leales. En otras palabras, carecen de poder. Así, cuando el sur del país, que votó abrumadoramente a favor de Perú Libre en el 2021, estalla en protestas, no hay políticos con capacidad de encauzarlas: articular una demanda coherente, organizarlas de manera interregional y reducir los episodios de vandalismo. El resultado son protestas intensas, pero fragmentadas.

Tal vez ningún político (uso este término en ausencia de uno más preciso) encarne mejor el vacío de infraestructura que Pedro Castillo. En el 2020, Castillo era líder de un sindicato marginal construido sobre la base de demandas maximalistas. No tenía experiencia electoral, salvo una infructuosa campaña a la alcaldía de Anguía. No tenía partido, y acordó ser candidato de Perú Libre para intentar pasar la valla electoral. Debido a la altísima fragmentación y una campaña basada en la defensa de la informalidad, Castillo tuvo la fortuna de aglutinar los suficientes votos para ser elegido presidente. Con el sombrero puesto, supo representar a una parte del Perú. Pero era una representación inorgánica y carente de una propuesta de cambio. En otras palabras, era (es) una representación sociológica, no política.

La ausencia de infraestructura política en la democracia peruana no es nueva, por supuesto. El sistema de partidos cayó hace más de tres décadas y no se constituyó otro en su reemplazo. Durante los primeros 15 años desde la transición la democracia peruana funcionó sobre políticos individuales. Pero ahora estamos pagando la degradación del último elemento estructural con el que contábamos: políticos de cierta trayectoria. Los hemos reemplazos por ocupantes ocasionales con limitadas capacidades para gobernar en democracia. Los estrepitosos errores de Martín Vizcarra y Pedro Castillo en la presidencia son muestra de ello. Vizcarra tuvo la astucia necesaria para poner contra las cuerdas al Congreso y derrotarlo políticamente en un referéndum, pero luego no supo construir una coalición en el Parlamento cuando las opciones eran favorables (es decir, cuando la bancada fujimorista se resquebrajaba).

Castillo sí fue capaz de construir una alianza informal con un sector del Parlamento. Esa coalición de intereses particularistas le había permitido superar dos mociones de vacancia y, casi con seguridad, le iba a evitar la tercera. Pero en un acto de incompresible irracionalidad (y podredumbre moral) creyó que leyendo un papel podía erigirse como dictador del Perú. Es más, la vacancia ganó momento solo después de que el propio Ejecutivo buscara poner contra las cuerdas al Congreso presentando una moción de confianza sin sustento claro.

El ejercicio irresponsable de poder que ha llevado a tres vacancias presidenciales, una disolución del Congreso y un adelanto de elecciones ha derruido más nuestra precaria infraestructura. El principio de legalidad ha sido destruido. La Constitución se modifica o interpreta acorde al interés político. Y así, en última instancia, el propio poder civil ha claudicado ante las instituciones castrenses. Martín Vizcarra, Manuel Merino, Pedro Castillo y ahora Dina Boluarte han buscado el soporte militar para dirimir controversias o han usado las armas del Estado como solución a problemas sociales. En ausencia de infraestructura política han disminuido, voluntariamente, el poder civil. Es decir, han afectado la democracia y apostado por la gobernabilidad autoritaria como estrategia de supervivencia.

Lamentablemente, a pesar de las buenas intenciones de los que proponen reformas, la infraestructura política no se (re)construye con modificaciones legales. Menos aún, en el transcurso de una elección a otra. El futuro se parece mucho al presente.

Mauricio Zavaleta es politólogo