La insoportable inutilidad de ser (Congreso), por Sol Carreño
La insoportable inutilidad de ser (Congreso), por Sol Carreño
Redacción EC

En los últimos días se habla mucho del diálogo. De las fuerzas políticas, de las fuerzas vivas, de tantas fuerzas que no me sorprendería que algún ex presidente hablara de pronto del lado oscuro de la fuerza. El diálogo como solución a todo. El diálogo como apariencia democrática de apertura de gobierno. El diálogo como la luz a la que todos debemos dirigirnos. Sí, aunque esa luz pueda ser el fin.

Pocos parecen reparar en que ese diálogo supuestamente democrático está socavando uno de los principales cimientos de la democracia representativa. ¿O no se supone que el Congreso era el lugar donde están representadas todas las fuerzas políticas elegidas por la ciudadanía? 

En el es donde deben darse los diálogos, las discusiones sobre las leyes que deben regirnos y sobre las que deben derogarse. Es en el Congreso, además, donde las fuerzas políticas que fueron elegidas están representadas en la proporción que la población lo quiso. Si allí un partido o movimiento tiene el 20% de los congresistas y otro solo tiene el 4% es porque los electores lo decidieron así. Y ese el peso que debe tener. No es democrático sustituir la voluntad de esos electores y dar cabida a los que no se ganaron sus lugares y pesos respectivos en la competencia electoral en nombre de un diálogo falazmente democrático.

El llamado al diálogo, tal como se está llevando a cabo, no solo parece ser poco útil, como ya muchos lo han señalado, sino que no es tan distinto a disolver el Congreso como pareciera. Aunque a muchos no les guste escucharlo.

Si convierto una institución en algo inútil, si hago que sus funciones sean usurpadas por otros, si a eso le sumo que sus miembros no son precisamente el epítome de la eficiencia o de la corrección, ¿no estoy logrando el mismo efecto que si lo disolviera?

Hace mucho tiempo la imagen y aprobación del Congreso vienen degradándose a niveles en los que uno se pregunta por su supervivencia. Y esto no es una apología a los golpes de Estado. Nada más opuesto. Es justamente una alerta por el nuevo golpe que se ha sumado a los ya sufridos en los últimos tiempos. Hace muy poco, por poner otro ejemplo, el Congreso aprobó una ley. El Parlamento, que supuestamente representa a los electores, decidió que esa norma era buena para el país.

Sin embargo, marchas, gritos y protestas, seguidos de varias encuestas, determinaron que se convocara a una legislatura de urgencia para derogarla. Al menos se cuidó esa forma. Pero lo que quedó demostrado es que la democracia representativa está herida, si no de muerte, muy gravemente. Y que son la ‘marchocracia’ y la ‘encuestocracia’ las que están ganando cada vez más fuerza. Si algo no le gusta a alguien, pues hay que movilizar a las masas y tomar caminos, plazas o carreteras. De lo que se trata es de hacer suficiente bulla. Que los políticos (esos que viven pensando en aprobaciones y reelecciones y que gracias a Dios no son todos pero sí son demasiados) se encarguen luego de ver cómo se da marcha atrás, cómo se aumenta un sueldo mínimo, cómo se da beneficios de papel a la gente que no tiene empleo, cómo se financia el seguro social con menos aportaciones o cómo se devuelve una contribución en lugar de usarla para aquello que se creó. 

Y ahora con el llamado diálogo nadie parece darse cuenta de que la arbitrariedad se ha disfrazado de apertura democrática. ¿Alguien dijo que hay que pensar en aumentar el sueldo mínimo? ¡Ejecútese! ¿Alguien quiere que desaparezca la dirección de inteligencia? ¡Desvanézcase! Total, mucha inteligencia no ha habido nunca, ¿verdad?

Alguien explíqueme cuál es la diferencia entre decidir (o fingir decidir) las decisiones de Estado en una mesa con invitados que nadie eligió y dar un golpe a la institución donde democráticamente deberían llevarse a cabo los diálogos. Porque yo no encuentro mucha.