Ricardo Hausmann

Alerta de spoiler: no voy a hablar de cómo responde ChatGPT cuando se le pregunta por estrategias de desarrollo económico. Pero el diseño que le ha dado capacidades mucho mejores de lo que anticipaban sus creadores, ofrece una lección valiosa para abordar las complejidades del desarrollo económico.

Durante más de 10 años, las redes neuronales profundas (DNN, por sus siglas en inglés) han superado a todas las otras tecnologías de inteligencia artificial (IA), impulsando avances importantísimos en el campo de la visión artificial, del reconocimiento del habla y de la traducción. La aparición de los ‘chatbots’ de IA generativa como ChatGPT sigue esta tendencia.

Para aprender, los algoritmos de IA necesitan de entrenamiento, que se puede alcanzar mediante dos estrategias principales: un aprendizaje supervisado y un aprendizaje no supervisado.

El problema con la estrategia supervisada es que exige que las personas lleven a cabo el tedioso proceso de etiquetar manualmente cada imagen. Por el contrario, el aprendizaje no supervisado no depende de datos etiquetados. Pero la falta de etiquetas plantea la interrogante de qué es lo que, supuestamente, debe aprender el algoritmo. Para resolverlo, ChatGPT entrena al algoritmo simplemente para predecir la próxima palabra del texto que se usa para entrenarlo.

Predecir la próxima palabra puede parecer una tarea trivial, similar a la función de autocompletar en el buscador de Google. Pero el modelo de ChatGPT le permite realizar tareas sumamente complicadas, como aprobar el examen de abogacía con una calificación más alta de la que obtendría la mayoría de los estudiantes de derecho sobresalientes.

La clave de estas proezas reside en el poder espectacular de este simple proceso de aprendizaje. Para que pueda predecir la próxima palabra, se obliga al algoritmo a desarrollar una comprensión minuciosa del contexto, la gramática, la sintaxis, el estilo y mucho más. El nivel de sofisticación que alcanzó sorprendió a todos, inclusive a sus diseñadores. Las DNN demostraron ser capaces de funcionar mucho mejor sin intentar incorporar en los modelos de aprendizaje del lenguaje las teorías que los lingüistas venían desarrollando desde hace décadas.

Por su lado, la estrategia prevaleciente en el campo de la economía del desarrollo ha sido distinguir entre las causas inmediatas y los determinantes más profundos del crecimiento, y enfocarse en estos últimos.

En su libro “Why Nations Fail” (2012), por ejemplo, Daron Acemoglu y James A. Robinson sostienen que las instituciones, al afectar la estructura de los incentivos en la sociedad, son el máximo determinante de los resultados económicos. El economista Oded Galor, de la Universidad Brown, ha adoptado una estrategia diferente: hacer hincapié en las complejas transformaciones demográficas y tecnológicas que sacaron a la humanidad del equilibrio malthusiano y la condujeron a una expectativa de vida más larga, tasas de fertilidad más bajas y una mayor inversión en educación.

Ahora bien, ¿estas teorías se condicen con los hechos? En los últimos 40 años, el mundo en desarrollo ha experimentado muchas de las transformaciones radicales que describía Galor. Siguiendo el razonamiento de Acemoglu y Robinson, las instituciones de los países en desarrollo no pueden haber sido tan malas si lograron hacer progresos en tantos frentes.

Sin embargo, este no fue el caso. El país mediano no está más cerca de los niveles de ingresos de Estados Unidos que hace 40 años. ¿Cómo es posible que las brechas menguantes en educación, salud, urbanización y empoderamiento femenino no lograron achicar también la brecha de ingresos? ¿Por qué el progreso en los supuestos determinantes más profundos no ha cumplido con lo esperado?

Los pocos países que sí lograron equipararse comparten dos características distintivas: sus exportaciones crecieron mucho más rápido que su PBI y diversificaron sus exportaciones enfocándose en productos más complejos.

Estos países exitosos deben de haber adoptado y adaptado mejores tecnologías, ajustado la provisión de bienes públicos y sus instituciones para respaldar a las industrias emergentes, y reducido las ineficiencias y los costos aumentando la productividad y capacitando a los trabajadores. En ese proceso, pueden haber solucionado muchos otros problemas.

Una estrategia de desarrollo inspirada en ChatGPT se centraría en un objetivo simple: mejorar la competitividad, la diversidad y la complejidad de las exportaciones. Para descifrar cómo se hace esto, los responsables de las políticas tendrían que aprender a hacer cosas importantes, de la misma manera que predecir la próxima palabra le permitió a ChatGPT aprender el contexto, la gramática, la sintaxis y el estilo.

Al igual que los primeros programadores de IA a quienes los lingüistas distrajeron con sus teorías enrevesadas, los responsables de las políticas públicas se han distraído con demasiados objetivos. Pero aplicar la estrategia de ChatGPT al desarrollo económico podría simplificar las cosas: de la misma manera que el modelo del lenguaje intenta predecir solo la próxima palabra, los responsables de las políticas podrían intentar dedicarse a facilitar la próxima exportación, como parecen haber hecho los países exitosos. Si bien esto puede parecer un paso pequeño, podría conducirnos a resultados sorprendentemente relevantes.


–Glosado y editado–

Project Syndicate, 2023

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Ricardo Hausmann es exministro de Planificación de Venezuela y execonomista jefe del BID