(Foto: Archivo)
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Pablo de la Flor

Bendecido por una rica y diversa dotación de recursos geológicos que podría convertirnos en uno de los destinos más atractivos para la actividad minera en el mundo, nuestro país tiene la gran oportunidad de transformar la vasta riqueza de su subsuelo en desarrollo sostenible y bienestar para todos.

Las condiciones para que ello ocurra son excepcionales gracias al repunte en el precio de nuestros principales minerales de exportación que, en el caso del cobre, ha superado los niveles alcanzados hace cuatro años. Si bien los últimos días han visto una ligera corrección gatillada por los conflictos comerciales entre Estados Unidos y China, los fundamentos sustentan un escenario minero auspicioso que no podemos darnos el lujo de desaprovechar.

Contamos con un portafolio de inversiones de US$58.000 millones, cuya puesta en marcha podría más que duplicar nuestra producción de cobre, por no referirnos a los importantes aumentos en los volúmenes de zinc, plomo, hierro, plata y oro que generarían. En consonancia con ello, este año iniciarían su construcción importantes proyectos (Quellaveco, Mina Justa y ampliación de Toromocho) que en su conjunto superan los US$7.500 millones.

Los impactos económicos y sociales de la inversión minera son extraordinarios. Según la consultora McKinsey, incrementar nuestra producción de cobre refinado en 2 millones de toneladas métricas –algo alcanzable con las iniciativas en cartera –, generaría ingresos fiscales adicionales cercanos a los US$2.000 millones anuales. Con esos recursos, se podrían construir más de 5.000 kilómetros de nuevas carreteras o aumentar el presupuesto del sector Educación en 22%. Esos recursos serían más que suficientes para superar las estrecheces fiscales que nos agobian.

Sin embargo, para que ese ambicioso portafolio de iniciativas se cristalice, hace falta un trabajo coordinado público-privado que permita superar los escollos que en la actualidad le restan competitividad al sector. En ese sentido, resulta urgente desmontar la maraña regulatoria que viene asfixiando a la industria. Según el Banco Central de Reserva (BCR), las normas que afectan a la minería pasaron de 12 en el 2001 a 265 en el 2016 y su proliferación sigue en aumento.

No se trata de relajar estándares sino de simplificar procedimientos, racionalizar requisitos y eliminar procesos redundantes. Con ese fin, la Sociedad Nacional de Minería, Petróleo y Energía ha realizado un detallado análisis de calidad regulatoria de distintos procedimientos vinculados al sector minero, y ha elaborado una batería de propuestas de simplificación que pondrá a consideración del Ministerio de Energía y Minas.

De otra parte, para maximizar el impacto positivo de la minería sobre el desarrollo económico local y regional, es necesario perfeccionar el funcionamiento del canon minero, a fin de asegurar que este contribuya de manera eficaz a cerrar las importantes brechas sociales que arrastramos. Durante la última década, se han transferido más de S/40.000 millones a las regiones productoras, sin que el uso de esos recursos haya estado aparejado de avances determinantes en la provisión de servicios y bienes públicos de calidad, sobre todo en beneficio de las comunidades de los distritos más apartados.

Revertir dicha situación sin duda ayudará a mitigar la conflictividad social que muchas veces se constituye en el principal obstáculo para la actividad minera. De allí la enorme importancia de reforzar las capacidades institucionales para mejorar la inversión pública en las regiones donde opera la industria. Lo mismo puede decirse del Fondo de Adelanto Social, cuya implementación antelada serviría para facilitar la ejecución de nuevos proyectos mineros.

En esta coyuntura de precios altos tenemos la gran oportunidad de establecer un entorno facilitador que nos permita atraer mayores inversiones y aumentar nuestra producción. De ello dependerá que podamos transformar la riqueza de nuestro subsuelo en bienestar para todos los peruanos.