"Estos episodios son, sin duda, situaciones críticas que introducen inestabilidad e incertidumbre en la conducción de un país, pero en cada ocasión se dan dentro de los cauces del ordenamiento jurídico".  (Foto: Giancarlo Ávila)
"Estos episodios son, sin duda, situaciones críticas que introducen inestabilidad e incertidumbre en la conducción de un país, pero en cada ocasión se dan dentro de los cauces del ordenamiento jurídico". (Foto: Giancarlo Ávila)
Omar Awapara

Desde el 2016 estamos inmersos en una por un tema de legitimidad dual, resultado de las elecciones de aquel año. Cuando Pedro Pablo Kuczynski fue elegido presidente mientras Fuerza Popular se alzaba con una mayoría absoluta en el , cada rama del Gobierno podía argumentar, con razón, que en ellos residía la voluntad popular. El problema de la legitimidad dual fue uno de los factores que el politólogo Juan Linz destacó en un célebre texto de 1990 para explicar los problemas que el sistema presidencialista provocaba en América Latina, que a lo largo del siglo XX derivó en la caída de numerosos regímenes democráticos. Como ejemplo, mostraba la rigidez del sistema chileno frente a la elección de Salvador Allende con apenas un tercio de los votos del electorado, y lo contrastaba con el éxito de la transición española luego de la muerte de Franco, atribuido a las virtudes y flexibilidad propias del parlamentarismo.

Mientras haya cierta coincidencia de intereses y objetivos, la legitimidad dual puede no ser un problema. Esa era para muchos la esperanza luego de las elecciones del 2016. Pero cuando ese no es el caso, los gobiernos caen y se reemplazan, como ha pasado de forma reciente (y muy frecuente, a diferencia de Chile) en España. En los diarios de debates de la de 1993 es evidente que muchos de nuestros asambleístas aspiraban a tener la flexibilidad que caracteriza al parlamentarismo, y que los llevó a continuar una larga tradición que se remonta a nuestra primeras constituciones, de incorporar mecanismos parlamentarios a nuestro sistema presidencialista. Y, en parte, es eso lo que nos lleva a la situación en la que nos encontramos hoy. Una estructura constitucional que, como bien han señalado muchos, es el resultado histórico de injertos parlamentarios que en algunos casos pasaron desapercibidos pero en otros ayudaron a provocar la caída de regímenes democráticos.

Desde esa perspectiva, lo que estamos viviendo es una crisis de gobierno, común y corriente en los mentados sistemas parlamentarios cuyos mecanismos salpican nuestra Constitución. Países como España o Gran Bretaña viven hoy crisis de ese tipo. Con matices propios en cada caso, lo que los caracteriza es la flexibilidad y la ausencia de plazos rígidos que evitan prolongar o extender la vida de gobiernos sin apoyo.

Estos episodios son, sin duda, situaciones críticas que introducen inestabilidad e incertidumbre en la conducción de un país, pero en cada ocasión se dan dentro de los cauces del ordenamiento jurídico. Podemos discutir si nuestro sistema político está en capacidad o tiene la madurez de sortear esos escenarios, pero lo cierto es que la disolución del Congreso está prevista en nuestra Constitución, y ni este (ni ningún otro) Parlamento tiene garantizado en estricto un mandato por cinco años desde el momento en que fue elegido por el pueblo. Y dirimirá el Tribunal Constitucional la validez de la interpretación que hizo el Ejecutivo sobre la cuestión de confianza presentada, pero queda claro que la incorporación de este mecanismo a nuestro sistema se debió al deseo de dotar de flexibilidad a un sistema presidencial que podía entrar en situación de entrampamiento, como resultó claro en este período.

Sospecho también que es por ello que la OEA no ha hecho uso de la Carta Democrática, como sería natural en caso de encontrarnos ante una interrupción del orden democrático. Es, desde luego, muy temprano para saber cómo acabará esta historia, pero mi lectura es que no hay que temerle a una crisis de gobierno. En tiempos en los que Linz escribía el famoso artículo, las crisis de gobierno desembocaban casi por necesidad en la intervención de las fuerzas armadas, y con ello se transformaban en crisis de régimen, lo que sí hay que temer y evitar a toda costa. Pero mientras eso no ocurra, la solución a una crisis política como la actual, estirada al límite, deberá surgir de las urnas, desenlace lógico de las reglas de juego que sostiene este régimen democrático y parchado que sobrevive a duras penas y cojeando, pero que ¡ay! sigue viviendo.