El juicio mediático, por Gonzalo del Río
El juicio mediático, por Gonzalo del Río
Gonzalo del Río

Una victoria de los sistemas democráticos a mediados del siglo XX fue comprender que la privación cautelar o provisional de la libertad de quien es acusado en un proceso penal es un mecanismo necesario pero excepcional. La prisión preventiva y la detención pueden ser utilizadas solo para proteger el proceso, evitando el peligro de fuga y la obstaculización probatoria por parte del imputado en casos graves y puntuales. Es decir, cuando exista suficiente evidencia para establecer un pronóstico de culpabilidad y un peligro fundado para el desarrollo y resultado de la investigación y el juicio.

Hoy, esta premisa pacífica y obvia del derecho procesal penal es puesta en duda por una visión demagógica y populista de la justicia. Las sociedades modernas han trasladado a los medios de comunicación la discusión en torno al delito y la han tornado en una visión política de ‘law & order’ instalada en una opinión pública que forma un prejuicio inmediato sobre casos complejos y que pretende reacciones inmediatas frente a la criminalidad, sin un análisis serio de la eficiencia y eficacia de esa respuesta. Una visión que, además, exige la detención inmediata, no para proteger el proceso, sino como una expresión de justicia.

Los tribunales son alentados por los medios de comunicación y por un discurso populista que acusa a jueces y fiscales de crear una “puerta giratoria” que libera delincuentes. Los organismos de control del Poder Judicial y del Ministerio Público están atentos a cualquier decisión que ponga en libertad a un imputado. Los jueces y fiscales, inconscientemente, no atienden necesariamente a la evidencia del caso y, en muchos casos, sí a lo que dicen los medios. La sensación de justicia en la comunidad –buena o mala– ya no se construye al conocer la sentencia final, sino con la aplicación –o no– de la prisión preventiva. 

Esto genera varios problemas. El hacinamiento carcelario es uno constante y, además, crea una complicación para albergar a detenidos que sí deben estar en prisión, por la existencia de un grave peligro para el proceso. Se afecta la imparcialidad judicial, se crea una falsa sensación de justicia –o injusticia– y, lo que es más grave, no se atiende al problema real de la celeridad procesal frente al delito, que no exige una privación cautelar de libertad sino condenas justas.

Lo que ha ocurrido en los últimos días con Francisco Boza es un lamentable ejemplo de esta sinrazón. La investigación llevaba varios meses, y un fiscal solicita la detención de Boza cuando el plazo ya había concluido. Boza es detenido y, en unas cuantas horas, el juez anula la resolución por considerar que había sido sorprendido por el fiscal. Este acusa al juez a través de los medios y ambos denuncian a su contraparte al órgano de control. La investigación pierde relevancia y toma protagonismo una absurda disputa en la prensa que afecta seriamente la imagen de la administración de justicia. El análisis del peligro procesal que representaba Boza para el proceso –crucial para establecer la necesidad de una detención– ni siquiera forma parte de la información en medios.

Mientras tanto, la detención –aun cuando fue por corto tiempo– genera un impacto brutal en la reputación del imputado. La imagen que persiste es la de una condena mediática irreversible. Alguien podrá sostener que si, en su día, Boza es condenado, tendré que rectificarme. Pero no, mi posición será exactamente la misma. Necesitamos una administración de justicia que resuelva los procesos penales en forma rápida y justa (sobre todo en un ámbito tan importante como la corrupción), no un juicio mediático o fiscales que utilizan los medios para acusar a un juez que ha cumplido con su deber.